Un párrafo desde la prisión


En Navidad no solo faltarán los que partieron


Los cofres cerrados y apartados de la vista suelen producir fantasías sobre su contenido y son alimentadas, mayormente, por los sesgos de nuestra propia experiencia.

Esto que ocurre con los baúles de los abuelos pasa también con las cárceles en las ciudades: solo al abrir los goznes chirriantes podemos separar lo que es la realidad de lo que es maquinación mental, y digo esto porque durante el mes pasado, como nunca me había ocurrido antes, tuve la oportunidad de sincerar mis impresiones sobre quienes cumplen pena en las penitenciarías peruanas.

En noviembre visité una prisión en Socabaya, Arequipa, en la que dos amigas escritoras y yo tuvimos un encuentro con las internas e internos. Luego, casi al mismo tiempo, debido a una afortunada casualidad, también visité otras cárceles —aunque mentalmente— porque fui parte de un jurado que evaluó relatos escritos por reclusos y reclusas de todo el país para el Concurso Hubert Lanssiers.

Antes de estos acercamientos, confieso que conmigo también se cumplía la regla de que lo que está cerrado y apartado es parte de una masa uniforme que no deja espacio para la singularidad. Dicho esto, me temo que en el caso de las cárceles peruanas, la idea que prevalece entre quienes jamás han pisado una es la de un espacio en el que es mejor no escarbar, como ocurre en nuestras viviendas con el receptáculo de los desperdicios.

Me temo, también, que esta deshumanización brutal hacia un sector importante de personas de nuestra sociedad no es una exageración de mi parte y que basta con que lleguemos a situaciones que comprometan a todos para que asome un afán de eliminación. ¿Recuerda usted cuando empezaron a llegar las vacunas contra el Covid-19 y se hizo una priorización según la vulnerabilidad? Atendiendo al factor de hacinamiento, los reclusos debían conformar uno de los primeros bloques de vacunación y no tardaron en rugir quienes opinaban que no se lo merecían: que se murieran, era la sentencia.

De esta manera, la pérfida y consistente estrategia de los noticieros peruanos de mostrar delitos a cada instante terminó por confeccionarle a la población penitenciaria una etiqueta de muchedumbre uniforme sin derechos humanos, totalmente prescindible.

Pensar en una masa en vez de en individuos deshumaniza, y esta deshumanización es el paso previo a los holocaustos. Todo lo contrario ocurre cuando se visita, se conversa o se leen los pensamientos de quienes están recluidos: solo así se derrumban las paredes simplificadoras y caen los discursos borreguistas. Solo de esta forma una persona libre se entera de que hay muchos más perfiles que el del sicario con hielo en las venas, que existen miles de ejemplos de que en las sociedades desiguales el hilo se rompe por su lado más delgado.

Hablar con las y los internos y leer sus relatos como jurado logró que en mí también se rompiera la barrera del prontuario y que me involucrara con esas infancias que, aunque con carencias, se recuerdan con nostalgia; con los paisajes del terruño, con los primeros amores, con las lecciones no aprendidas y, sobre todo, con el enorme arrepentimiento de muchos: todo aquello que se haría de manera diferente si se pudiera retroceder en el tiempo.

Entre muchas personas que no han experimentado la miseria existe la noción de que el pobre es pobre porque quiere, como si nuestra sociedad le ofreciera a cada uno de sus integrantes el mismo punto de partida; como si esas historias del pobre que se volvió rico no fueran noticia, precisamente, porque se tratan de hechos extraordinarios.

Esta interpretación errónea tiene una forma análoga en esa idea de que el preso está preso porque quiere. No dudo que existan sujetos con inclinaciones psicópatas que, sin importar su entorno de crianza, le harían daño al prójimo con tal de sacar una ventaja personal, pero esas historias individuales —muchas veces potenciadas por la ficción y los medios—, nos hacen olvidar por momentos que gran parte del infierno de las cárceles se alimenta de la pobreza y la desigualdad.

Dejando de lado a los funcionarios y políticos torcidos y a los estafadores de perfil alto que inspiran a las series de las plataformas, recordemos que son las fallas estructurales de nuestra sociedad las que originan los prerrequisitos para el abismo: heredar la misma miseria que tuvieron tus padres y antes tus abuelos, naturalizar la violencia como la única respuesta que se conoce, el atajo de la ilegalidad cuando el Estado exhibe un doble estándar para sus ciudadanos.

Pero quizá la mejor manera de que se me entienda —sobre todo en estas fiestas de fin de año en las que debería haber un lugarcito para la reflexión—, sea elegir al azar un párrafo de uno de los relatos bajo seudónimo que me tocó leer:

«Un día llegó un psicólogo clínico forense a quien yo no simpatizaba, porque para él yo era una delincuente rankeada y una lacra de la sociedad, yo me esforzaba por demostrar que no era así y es por eso que me propuse y logré ganar el concurso regional (…) Todos me felicitaron, pero él dijo esto y lo recuerdo: “De nada sirve la inteligencia si no sabes controlar tus emociones”, y en verdad tuvo razón. Yo me esforzaba por destacar en todo, pero me faltaba trabajar conmigo misma, mi poca tolerancia y agresividad me jugaban en contra, gracias a Dios es algo con lo que aún trabajo, sé que voy por buen camino, cuesta pero lo lograré, deseo ser mejor mujer y madre».

No sé usted, pero yo conozco al menos cinco personas que podrían haber escrito algo parecido y no están en la cárcel. Como para pensarlo.


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2 comentarios

  1. Nancy Goyburo

    Qué columna tan certera! Gracias, Gustavo, por mostrarnos un universo que debería ser atendido por nosotros, pero lo rechazamos de antemano.
    Feliz Navidad!

  2. Nélida Ana Ibarra Pozada

    Excelente artículo, muy humano, en tiempos tan banales.

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