Regresar a las enseñanzas de sus «padres fundadores» puede ser el primer paso para entender de qué hablamos cuando hablamos de marxismo.

Sebastián León es magíster en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica del Perú, donde enseña cursos de Ética y Filosofía de la Ciencia. Se especializa en temas de teoría política y descolonialidad, con particular énfasis en las tradiciones del marxismo, la teoría crítica y el idealismo alemán. Ha publicado artículos en diversas revistas y portales web, y lleva cerca de diez años militando en la izquierda socialista.
Entre todas las corrientes de pensamiento surgidas durante la modernidad, quizá el marxismo sea una de las más incomprendidas. En el imaginario hegemónico de nuestro país, el marxismo suele estar asociado a la violencia: una ideología devenida en extremismo y terror, un espectro invocado por el Estado y la policía para justificar la represión de la protesta social y desalentar las esperanzas de cambio entre la población. Al mismo tiempo, se le suele ver como un vestigio del siglo pasado: un pensamiento desacreditado y caduco, sinónimo de fracasos en lo político y lo económico.
«El comunismo no funciona» es un mantra del sentido común.
Resulta cuando menos curioso que el principal socio comercial del Perú, una China hoy convertida en la segunda economía del mundo, se identifique precisamente con esta misma ideología y la considere abiertamente como un aspecto clave de su éxito (1). Ante este hecho, son muchos los que quieren negar las credenciales marxistas de la República Popular China: para ellos, el marxismo del gigante asiático es puramente nominal, un ornamento contrario a su praxis político-económica real. La ironía está en que a menudo estas mismas voces, cuando buscan desacreditarla por una u otra razón, acusan a China de ser una «dictadura comunista».
Es claro, en todo caso, que, como lo señalaban Marx y Engels en 1848, el comunismo sigue siendo un fantasma que recorre ya no solo Europa, sino el planeta entero. Y, tal como en aquel entonces, el verdadero significado de éste, en tanto doctrina, nos es esquivo.
¿Cuál es, pues, la doctrina del comunismo? ¿Qué es esta ideología a la que hoy todavía llamamos marxismo?
Para intentar esclarecer estas cuestiones, considero un hecho importante —y no meramente anecdótico— el que Marx y Engels no comprendieran al marxismo (que ellos preferían denominar «concepción materialista de la historia» o «socialismo científico») como una ideología inventada por ellos. Para los «padres fundadores», las verdades expuestas por el marxismo eran descubrimientos, del mismo modo en que podían serlo la ley de la gravedad o la evolución de las especies; en otras palabras: resultado de la experiencia histórica de explotación, opresión y conflicto de las masas trabajadoras en el contexto global del capitalismo. El marxismo como teoría era la sistematización de esta experiencia, la formalización de una praxis de lucha que se daba en la realidad y de manera independiente a la contribución de dos intelectuales. Para Marx y Engels, la clase obrera moderna estaba llamada a descubrirse como una clase cuyos intereses eran antagónicos a la existencia misma del sistema capitalista, y a descubrir el comunismo —en tanto abolición completa de aquel— como el único camino hacia su emancipación. Puesto que las relaciones sociales capitalistas necesariamente darían lugar a la clase de los trabajadores, la cual necesariamente sufriría la opresión y explotación a manos de la clase capitalista, y por tanto necesariamente se vería forzada a luchar para mejorar sus condiciones de vida, sería el capitalismo mismo el que a la larga provocaría el surgimiento de las ideas comunistas. Desde este punto de vista, el capitalismo siempre engendraría al comunismo como su contrario. Por ello, Marx y Engels recalcaban a menudo que era el capitalismo el que sembraba las semillas de su propia destrucción (2).
Aquí ya podemos identificar varios de los componentes fundamentales del marxismo como doctrina. En primer lugar, su dimensión más «filosófica», la llamada dialéctica. En contraposición a perspectivas metafísicas que postulan entidades o esencias inmutables, en plena identidad consigo mismas, el marxismo abraza una comprensión de la realidad en la que no solamente nada es permanente, sino que, bajo condiciones específicas (que pueden llegar a conocerse mediante la praxis, sea la experimentación científica, la producción o el antagonismo social), una cosa puede llegar a transformarse en su contrario (y, en cierto modo, ya alberga desde siempre la contradicción dentro de sí misma). Además, esta perspectiva dialéctica es materialista, pues rechaza toda explicación que recurra a entidades o principios teológicos o extranaturales.
Aplicada al ámbito social, esta mirada dialéctica y materialista revela, por un lado, el carácter fundamental de las relaciones sociales de producción para el mantenimiento y desarrollo de las formaciones sociales históricas, y, por el otro, cómo las relaciones de propiedad que se corresponden a las de producción dan lugar al antagonismo entre clases productoras y clases propietarias (que en la sociedad capitalista moderna se concretiza en la contradicción entre trabajo y capital). En la modernidad, el núcleo duro de este antagonismo se halla en la noción de plusvalía: cómo el trabajador que carece de los medios para producir se ve forzado a trabajar para un propietario capitalista que no lo recompensa por la integridad del tiempo que ha dedicado al trabajo. Por tal razón, el edificio social capitalista se funda necesariamente sobre la explotación de los obreros (explotación que puede incrementar o disminuir enormemente, pero que jamás desaparecerá mientras persistan las relaciones sociales capitalistas).
Y aquí nos hallamos frente a otro pilar fundamental del marxismo: la teoría de la lucha de clases. Como hemos visto, el espacio de la sociedad es también un espacio contradictorio, tenso e inarmónico, en el que distintas clases, sectores y grupos bregan en antagonismos que van desde el conflicto velado hasta la guerra declarada. En la raíz de estos antagonismos (que no solo enfrentan a opresores con oprimidos, sino también suceden entre opresores e incluso entre oprimidos), se encuentra la contradicción entre la propiedad (privada) y el trabajo (social). Los conflictos relacionados al sexo, la raza o la nación no son indiferentes al marxismo, pero remitirán de una forma u otra a la problemática del capital y el trabajo, a la necesidad del capital de incrementarse a costa de la explotación y la precarización de las condiciones de vida de las masas trabajadoras. El sexo, la raza y la nacionalidad de éstas se convertirá en una excusa para su deshumanización.
Es por ello que, para el marxismo, la teoría social no puede ser una ciencia aséptica y neutral: la comprensión adecuada de la sociedad y sus procesos exige asumir la perspectiva de la lucha de clases, y en consecuencia dar cuenta de las experiencias de explotación, opresión y conflicto que suceden en todos los ámbitos e instancias de la sociedad y que determinan en todo momento el derrotero histórico hacia el que nos dirigimos. De ahí que, en palabras del filósofo marxista Walter Benjamin, «el sujeto del conocimiento histórico es la clase oprimida cuando lucha», cuando toma conciencia de su propia lucha y de sí misma como clase social. La clase no es un mero estrato social: es en sí misma una relación antagónica. Esta es una verdad mucho más fácil de aprehender cuando uno se halla en el meollo de la explotación que cuando uno se beneficia de ella.
¿Qué es lo que legitima la rebelión del obrero contra la sociedad que lo oprime y humilla? La realidad misma de su opresión y humillación: su voluntad de resistir y, en última instancia, de recuperar su dignidad. La imposibilidad de la dignidad humana en el capitalismo es lo que justifica la rebelión del obrero, la disolución de las relaciones sociales capitalistas y la creación de una sociedad nueva (llámesele comunista o de cualquier otra manera). No es, pues, que los marxistas sean agentes del caos que llaman al conflicto en una sociedad que estaría en armonía de no ser por su presencia: la lucha de clases es una realidad, y la única forma de superarla es aboliendo las clases sociales (eliminando, en el comunismo, la contradicción entre el trabajo y la propiedad privada).
Marx y Engels nunca dieron una fórmula ni delinearon una ruta precisa sobre cómo llegar a una sociedad comunista. Sí dejaron claro que se trataría de un proceso dificultoso, con avances y retrocesos, e incluso afirmaron que la llegada al poder de un gobierno de los trabajadores no implicaría la abolición inmediata de las relaciones sociales capitalistas; estas seguirían existiendo todavía durante un largo tiempo. La cuestión central de este proceso era usar los medios de la política y del desarrollo de la producción para liberar progresivamente a los trabajadores del yugo del capital y para crear condiciones sociales en las que la riqueza producida colectivamente por los seres humanos se pusiera a su servicio (lo contrario a lo que vemos hoy: seres humanos al servicio de la riqueza privada).
¿Tan grave y aterrador nos parece este fantasma?
(1) China no es un caso único. La República Socialista de Vietnam, también gobernada por un Partido Comunista alineado a la ideología marxista-leninista, es una de las economías que más crece en la actualidad.
(2) Contrariamente a lo que muchos argumentan, Marx y Engels jamás postularon la absoluta necesidad del triunfo del comunismo. Lo que sí les parecía insostenible era la permanencia del capitalismo: incluso si los comunistas eran derrotados políticamente, a la larga el imperativo de acumulación permanente que rige al capitalismo llevaría a la destrucción, o bien de la naturaleza, o bien de los seres humanos, ambos factores sin los cuales el capitalismo no podía seguir existiendo. De ahí que para los marxistas el triunfo eventual del comunismo se convirtiera en un imperativo político y moral: el conocido lema «Socialismo o barbarie», difundido sobre todo tras la Primera Guerra Mundial, implica que, de no triunfar el comunismo, a nuestra especie le depara la extinción.