Un viaje de duelo y celebración a través de humanos y animales
Mi primera experiencia con la muerte tuvo lugar cuando mi abuelo paterno, Agostino, partió de este plano, una gris mañana de octubre. Tenía nueve años y me quedé petrificada ante su cuerpo inmóvil en la cama. Agarrada de la mano de Claudia, mi entrañable amiga de infancia, pasé largos minutos en aquel cuarto, escrutando el rostro sereno del abuelo y escondiendo el mío en los pliegues de un pañuelo que compartía con mi amiga. Entre lágrimas y mocos, de vez en cuando soltaba unas risas histéricas, como una liberación nerviosa de niña traviesa, en una manifestación de lo que hoy interpreto como los síntomas de mi primer duelo. Era una ducha interna de cortisol, la hormona del estrés.
La reciente experiencia con mi padre ha sido distinta. La llamada llegó a las nueve de la mañana. Mi papá había dejado de respirar… Del otro lado del teléfono, mi madre lo anunciaba con una voz opaca. Repetí sus palabras en voz alta: “Ha dejado de respirar”, me dije a mí misma y a mis hermanas, que escuchaban cerca. Me embargó una tensa calma: había esperado ese momento desde hacía un tiempo. El duelo por su pérdida lo había comenzado mientras él aún estaba con vida. Cuando me despedí la semana pasada y le estampé dos besos en la frente, ya presentía su pronta partida fuera de los confines de este mundo. Monté al auto para emprender mi viaje hacia el sur, subí el volumen de los Gipsy Kings a ciento veinte decibeles y lloré como una Magdalena durante las cinco horas de travesía, hasta vaciar completamente mis glándulas lacrimales.
En los días posteriores a su muerte, me estuve preguntando sobre ese extraño proceso del duelo. ¿Qué le sucede a nuestro cuerpo cuando “hacemos duelo”? ¿Cuánto dura esa tristeza profunda? ¿Por qué es diferente entre una persona –o comunidad humana– y otra? ¿Cuál es su explicación evolutiva? ¿Por qué una reacción tan dolorosa se transmite de generación en generación?
Aprendí que, ante la pérdida de un ser querido, todos respondemos con distintas cargas de tristeza y desesperación que expresamos también de distintas maneras, según nuestro carácter, las circunstancias o la cercanía con el fallecido. Asimismo, aprendí que el duelo no tiene un inicio ni un fin, sino que es un proceso de restructuración emocional que nos permite seguir viviendo mientras hilvanamos la pérdida a la trama de nuestra existencia.
Recientes estudios sobre el cerebro en duelo –ya sean mediciones de la ya mencionada hormona del estrés, el cortisol, o escáneres de las regiones cerebrales que procesan dicha condición– muestran que las personas de todas las culturas lo experimentan de la misma manera, sin importar la raza, la edad o la religión. El duelo es, de hecho, un fenómeno universal que también compartimos con muchas especies animales. Representa el precio a pagar como seres sociales por nuestra capacidad de formar vínculos profundos. El núcleo de estos sentimientos es, para todos los animales (incluidos los humanos), el apego y la consiguiente angustia por la separación. El duelo representa, en cierto sentido, la contracara del amor.
El psicólogo inglés John Archer ayudó a transformar nuestro concepto actual del duelo. Profesor emérito de la Universidad de Lancashire Central, su libro La naturaleza del duelo revolucionó el significado de esta circunstancia previamente considerada como un trastorno a ser curado y que, gracias a sus aportes, ha pasado a ser concebido como un fenómeno de adaptación. Echando mano de estudios de psicología experimental, psicología evolutiva y etología, Archer desestigmatizó las respuestas de duelo y las iluminó bajo una nueva luz: la de una reacción natural a diversos tipos de pérdidas. Este proceso natural nos permite encontrar formas de seguir adelante con nuestras vidas: al expresar el dolor por la pérdida, las personas reciben apoyo y fortalecen sus lazos sociales, mejorando su bienestar emocional y sus oportunidades de supervivencia.
Las experiencias de duelo se han documentado también para toda una variedad de especies de la fauna. En Cómo lloran los animales, la antropóloga Barbara J King presenta muchas evidencias de ello. Desde los cetáceos hasta las mascotas domésticas, son muchos los animales que parecen lamentar la muerte de seres cercanos. Los elefantes, por ejemplo, son conocidos por su comportamiento de duelo. En la Reserva Nacional de Samburu, en Kenia, los paquidermos atienden a camaradas moribundos, se reúnen alrededor de sus fallecidos y parecen mostrar signos de angustia y respeto, como revelan sus acciones de tocar y olfatear los restos. Entre los primates, son famosas las observaciones de Jane Goodall desde Tanzania: la primatóloga relató en detalle la experiencia del joven chimpancé Flint, quien sucumbió de pura tristeza semanas después de la muerte de su madre, Flo. Como seres sociales, las jirafas también pasan por un proceso de duelo. Durante una investigación realizada en el Parque Nacional de Masai Mara, en Kenia, se observó a una jirafa hembra lamiendo el cuerpo de su cría fallecida y permaneciendo largo tiempo cerca de ella, señales que se interpretaron como una respuesta emocional de la madre ante la pérdida. También se han registrado relatos de duelo en gatos, perros, conejos, caballos y aves, asociados a diversos tipos de manifestaciones de angustia.
Entre las comunidades humanas, los rituales de despedida ocupan un lugar fundamental en ese proceso de adaptación que es el duelo, y resultan muy diferentes de una cultura a otra. En Tíbet, el luto budista dura cuarenta y nueve días, tiempo durante el cual la familia se reúne para confeccionar figuras de arcilla y banderitas de oración, actividad que permite una expresión colectiva del duelo. En Bali, Indonesia, el luto es breve y se desalienta el llanto. En Egipto, el luto después de siete años todavía se considera saludable y normal. En algunos países africanos y en nuestra Amazonía, se realizan ceremonias en honor a los espíritus de los muertos que, según se cree, siguen permaneciendo en el mundo de los vivos. En Italia, se entrega un ataúd refrigerado temporal a la casa de la familia para que las personas puedan llevar flores y ofrecer el último adiós.
Hoy, desde algunos países, se reclaman mejores políticas de duelo para permitir que las personas asimilen la pérdida de una manera más “sana”. Incluso se ha formado una comunidad del “buen duelo”, cuya misión consiste en darse apoyo mutuo para facilitar la sanación. Si quieres averiguar más al respecto, puedes participar de la Academia del Duelo o del Festival del Buen Duelo, uno de los eventos anuales que buscan normalizar la conversación alrededor de este fenómeno y mostrar su lado natural y transformador.
La despedida a mi padre, organizada con la familia, fue una celebración de su vida en lugar de una ceremonia católica tradicional. Los nietos crearon un gran mural con fotos que narraban su historia, desde los retratos en blanco y negro de su infancia hasta las impresiones digitales de sus últimos paseos por el parque. Al compás de su música favorita de la época feliz de la postguerra —Domenico Modugno, Frank Sinatra, Enzo Jannacci, Nat King Cole— llegaron los familiares y amigos más queridos para darle la última despedida. Salí revitalizada de esta reunión, como después de una sesión de yoga kundalini. Quizás también ayudó ese brindis con abundante prosecco en honor a mi padre, a quien nunca le faltaron razones para brindar con un buen vino. Salud, “pa´”.
Magistral el artículo de Anita, me conmovió.