Todo mal, en todas partes y al mismo tiempo


Sobre el peligro de que nos gane la apatía cuando nada funciona


No sé si a ustedes también les pasa, pero últimamente tengo la desesperante sensación de que nada funciona en nuestro país. Es verdad que el Perú nunca se ha parecido a Suiza y que hemos vivido un tanto acostumbrados a la precariedad, pero los límites de ineficiencia y chabacanería a los que hemos llegado en los últimos años son de lo más desmoralizantes. Y no hay sector que se salve. La educación, que había empezado a mejorar con el trabajo conjunto de ministros de distintos gobiernos que decidieron continuar con las políticas públicas que incidían en la mejora de la calidad, hoy naufraga por culpa de las leyes del Congreso que dinamitaron los organismos de control como la Sunedu y de los ataques de un ala conservadora que no quiere saber nada de enfoques democráticos en la formación de nuestros niños. El terrorismo, que logramos vencer entre finales de los noventa y comienzos de este siglo, hoy es reemplazado por bandas de extorsionadores que han decidido vivir a costa del trabajo y las vidas ajenas. Los símbolos de la modernidad que eran los malls que aparecían en todas las ciudades, hoy son el recordatorio de que estamos tan mal, que en cualquier momento puede desplomarse el techo sobre nosotros.
Nada, en ninguna parte, parece ir para adelante.
Al contrario, vamos peor que el cangrejo.
Ya nos habíamos acostumbrado a que los trámites para sacar documentos fueran más o menos sencillos, pero hoy tenemos que volver a hacer interminables colas o ceder ante las mafias tramitadoras para sacar un pasaporte. ¿Y qué me dicen del principal aeropuerto del país? Por años, el Jorge Chávez recibió premios y fue considerado uno de los mejores de la región, y hoy está colapsado, no se da abasto para atender a todos los pasajeros y seguimos sin poder inaugurar el nuevo terminal. Ni siquiera la selección peruana se salva: pasamos de ser un equipo con posibilidades de ir al Mundial, a uno al que ni opciones matemáticas le quedan. 

Una pátina de mediocridad se ha instalado entre los peruanos y no hay una distinción de eficiencia, como alguna vez existió, entre lo público y lo privado o, pensando de modo centralista, entre Lima y regiones. Todo parece estar mal en todas partes y al mismo tiempo, y si bien podemos atribuirle a un Estado precario algunas de estas desgracias, no podemos negar que a ese Estado, ocioso y lumpenesco, se le ha sumado una empresa displicente con sus clientes, un ciudadano egoísta con su prójimo y una juventud apática con su futuro. Es como si ya nadie encontrara un estímulo para hacer las cosas lo mejor posible. Es como si ser decente, o esforzado, o responsable ya no valiera ni un poquito  la pena. 

No tengo idea de si esto es una tendencia o un accidente. Tampoco sé cuáles serán los mecanismos para recobrar la fe en que las cosas pueden ir mejor. La única certeza que me acompaña es que así no se puede vivir en comunidad y eso es peligrosísimo. Una ciudadanía que desprecia el bien común se transforma en una suma de individualidades que no funciona, que solo ve en el otro a un rival sobre el que hay que imponerse a cualquier precio para sobrevivir. Y si ya es difícil subsistir así en épocas como esta, no me quiero imaginar cómo será el escenario cuando se acerquen las elecciones. 


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