Una carta de gratitud a quienes entregaron al país y al mundo las llaves de la cultura.
¿Qué habría sido de mí sin la piratería?, me pregunto mientras elijo una película en Stremio, la plataforma de streaming para quienes hemos decidido no pagar suscripción en ninguna de las oficiales. ¿Cuánto menos habría visto, leído, escuchado? ¿Cuánto más cara me habría salido la vida?
Los primeros casetes y discos que tuve fueron originales. En mi hogar, durante el cambio de milenio, todavía flotaba el deber moral de no participar de aquel circuito ilegal que ya aparecía con fuerza en los semáforos y mercados, y que en la televisión distintos spots y noticieros denunciaban como principal enemigo de la cultura. Un deber moral muy frágil que no duraría mucho. Entre 2001 y 2002, nuestra colección de discos, libros y películas al fin se ensancharía gracias a la piratería. Recién entonces hubo en mi casa algo que pudimos llamar «colección».
Pasado un tiempo, me tocó ser parte de quienes producían estos bienes. En 2008, con diecinueve años, lancé junto a mi banda Santa Cachucha el disco Desnudo siempre es mejor. Costó muchos meses y todos nuestros ahorros grabarlo, diseñarlo, imprimirlo. Cuando se publicó, su precio de venta fue de apenas diez soles. Igual, poco después nos enteramos de que alguien lo había visto pirateado en Quilca, bajo un precio inigualable de tres. Celebramos con una chela.
En esa época, mientras en el Perú y Latinoamérica la piratería musical mostraba su cara artesanal y física, con discos quemados y portadas fotocopiadas, en el norte global el fenómeno era digital e intangible. Se hablaba del caso Metallica, ocurrido entre 2000 y 2002: cuando el demo de la canción I Dissapear se filtró en la plataforma Napster, la banda emprendió contra ella una demanda millonaria y además solicitó banear de Napster a los 300 mil fans que habían compartido música de ellos sin su permiso. Luego de algunos años, en el lado opuesto del espectro, la banda Radiohead decidió lanzar su disco In Rainbows (2007) de manera gratuita a través de su web, aunque dándoles a sus seguidores la alternativa de pagar si es que así lo deseaban. Al tiempo que las noticias sobre esos casos llegaban al Perú, desde nuestra diminuta banda emo-chikipunk teníamos muy claro quiénes eran nuestros héroes.
Tras ese insólito triunfo pirata que alcanzamos en 2008, pasarían dieciséis años hasta repetir la hazaña. Tan solo un par de meses después del lanzamiento de mi segunda novela —El fantástico sueño de aniquilar esto (2024)—, una foto de su ejemplaralternativo en la plaza de Chaclacayo aparecería en las redes. Mi cara de felicidad al enterarme debió ser jodidamente honesta. Unos días más tarde, en pleno almuerzo familiar, mi novia L me sorprendió con una torta de celebración que rezaba: «Mi primer libro pirateado».
Considerando esas maravillosas experiencias personales es que me pregunto: ¿Qué pasa con los artistas que reniegan? ¿Por qué mientras el cineasta húngaro Béla Tarr se toma una foto junto a las copias no originales de sus películas en el pasaje 18 del centro comercial Polvos Azules encontramos, también, las declaraciones de James Cameron, que se queja de no poder ser aun más millonario debido a que Avatar (2009) se ha convertido en la película más pirateada de la historia? Hemos visto lo mismo en el Perú: mientras en 2024 Jaime Bayly afirmaba querer a quienes piratean sus libros y se preguntaba «¿cómo me voy a molestar?», Renato Cisneros, en 2017, calificaba la pirateada de su novela Dejarás la tierra como una «mala noticia».
Podemos estar de acuerdo en un hecho irrefutable: la piratería es ilegal. Por ese lado, el debate se agota antes de empezar. Pero la pregunta de fondo es cuánto daño, verdaderamente, le hace la piratería al ecosistema cultural. Cisneros, al explicar su postura, menciona que la piratería de tu libro puede parecer «una buena señal» hasta el momento en que «ya te dedicas exclusivamente a escribir», cuando entonces ésta se convierte en un «mal síntoma». En ese sentido, ubica como víctima al artista o al escritor, sobre todo a aquel que intenta vivir de sus libros. Según esta visión, los piratas le están «robando, básicamente». Punto valido. Pero también, por supuesto, incompleto.
Y es que aquí vendría bien sincerar un asunto que Fernanda Espinosa, en un reciente capítulo de su pódcast Una mala lectora,señala con claridad: el producto pirata no reemplaza ni compite con el producto original. Cuando una persona descarga una película pirata, compra un libro pirata o adquiere una prenda pirata, en la mayoría de casos no lo hace por ahorrar la diferencia de precio frente a su versión original, sino porque el mercado pirata es el único al que tiene acceso. De no existir aquel mercado, los diez, quince o veinte soles empleados en comprar ese libro pirata se los gastaría en otro producto del mismo precio. La fantasía de que aquella persona ahorraría su plata hasta juntar lo suficiente para adquirir la versión original es solo eso: una fantasía.
Echarles la culpa de la caída de la venta de libros en el Perú a los comerciantes piratas —o, peor aun, a los consumidores de productos piratas— resulta bastante simplista si nos detenemos a atender la realidad: demasiadas regiones del país no cuentan con una librería de obras originales, y en Lima éstas se concentran en un puñado de distritos. Igual si pensamos en tiendas de disco o en salas de cine. ¿Cuántas hay repartidas fuera de Lima? ¿Cuántas, incluso en la capital, insisten en pasar únicamente películas dobladas; es decir, alteradas?
Hay quienes se quejan de la vulneración de sus derechos de autor, pero a ellos habría que preguntarles: de no existir la piratería, ¿qué sucedería con el derecho de los demás a acceder a la cultura y a la educación? Indecopi exhorta a los padres de familia a no adquirir textos escolares piratas, pero ¿dónde y a qué precio se espera que lo hagan?
De todas las alternativas para recuperar la buena salud de la industria editorial, cinematográfica o discográfica, la más inútil es la de intentar vencer al pirata. Por sus dimensiones gigantes, es prácticamente imposible. Pero, además, subyace a tal proyecto un elitismo evidente. Los victoriosos resultados imaginarios de ese plan, más que hacer resurgir la cultura, la volverían a convertir en un asunto exclusivo, reservado para los afortunados. De aquel panorama venimos. De aquel panorama, en gran medida, nos sacó la piratería. Y creería yo que aquellos que escribimos libros o componemos música o filmamos películas, antes que defender nuestras regalías, queremos que todo eso que hacemos no sea, de nuevo, el lujo de unos pocos.
Por mi parte, gracias a mi amigo H, logré traerme de Lima a Urubamba un ejemplar pirateado de mi novela. En el librero de mi sala, lo exhibo como si se tratase de una segunda edición, con portada y diagramación distintas, incluso. También guardo la esperanza de encontrar algún día la copia de tres soles del disco de mi banda dosmilera, que quizás nadie escuchó mucho ni en ese entonces ni ahora, pero que sí logró, quién sabe realmente por qué, el reconocimiento de la calle.
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Toda mi universidad la hice con piratas o fotocopias ya que incluso eran más baratas, acceder a uno original en LIBUN aquellas épocas 2009 150 S/ era quedarme sin dos semanas de alimento osea imposible creo que las bibliotecas deberían ver otros mecánismos para mejorar.