Una estafa telefónica es suficiente para cuestionar nuestra fragilidad
Ricardo Sumalavia es doctor en Letras por la Universidad de Burdeos. Fue responsable de la Colección Underwood y la Colección Orientalia en la Universidad Católica, donde actualmente es profesor y director del Centro de Estudios Orientales.
Ha publicado los libros de cuentos Habitaciones (1993) y Retratos familiares (2001), los libros de microrrelatos Enciclopedia mínima (2004) y Enciclopedia plástica (2016), y las novelas Que la tierra te sea leve (2008), Mientras huya el cuerpo (2012), No somos nosotros (2017), Historia de un brazo (2019, 2021, 2022) y Croac y el nuevo fin del mundo (2023)
El año pasado fui víctima de un robo cibernético. Enumero tres reacciones en tres momentos distintos. Momento uno: En realidad, no me provoca dar detalles de cómo sucedió ni busco aleccionar a los demás para evitar ser uno más de estos incautos como lo fui yo. Otros canales lo hacen y harán mejor que yo, me digo. De lo que me provoca hablar es de la fragilidad. Vives creyendo que todo lo malo que les sucede a los otros no te alcanzará a ti. No eres la taza de porcelana que viaja dentro de un tanque, sino te sientes el tanque. Pero se supone que puedes aprender y cambiar de opinión. La pandemia y los contagios deberían ser prueba suficiente para que te enteres de lo equivocado que estás. Hemos tenido dos años para aprenderlo. Pero no. Caemos en lo mismo. “Soy un tanque. Soy un tanque”, te repites. Y no. Podemos ser tazas de porcelana en cualquier momento. Y, visto a la distancia, aunque en mi caso esa distancia sea muy corta, no hay nada malo en ello. Considero que saberte frágil puede, paradójicamente, fortalecerte. Te agudiza el ingenio. Te enciende las alarmas cuando es necesario. Te enseña a no caer en el extremo y padecer la peor de las paranoias. Te recuerda que existen personas que desean lucrar con tu fragilidad, y que incluso lo pueden hacer, no desde la violencia, sino desde el artilugio de la palabra y la tecnología. Llego a este punto de la reflexión y el tanque se tambalea con la taza de porcelana dentro.
Momento dos: timbra tu celular, aceptas la llamada y una voz cálida te saluda y te abruma de información. Te dice que alguien está intentando penetrar en tus cuentas desde otro celular. Tú, que te sabes conocedor de toda triquiñuela, le pides identificación. Y te las da. Te da pruebas y pruebas. Te enumera tus cuentas y te dicta tus saldos reales con exactitud de céntimos y todo. Sabe de tu historial crediticio. Pides más pruebas y te dicen lo que parece obvio: “Lo estamos llamando de la entidad bancaria. Verifique su celular y el número detrás desde cualquiera de sus tarjetas”. Lo haces y coincide. No solo eso, está en la cadena de llamadas habituales. Pero como eres desconfiado, pides más pruebas: “le enviaremos un mensaje de texto desde la banca y le llegará ahora mismo”. Sucedió tal cual. En la misma cadena de decenas de mensajes. Consecuencia: abres compuertas. Muestras tu fragilidad en el mayor esplendor, porque, curiosamente, te sientes seguro. Tu falsa seguridad te fragiliza todavía más. Y caes. Caes.
Momento tres: después de lo sucedido, por unos días no acepté llamadas de números desconocidos. Me invadió el temor. No quise leer los mensajes de texto ni los correos electrónicos del banco. Sentí que las compuertas seguían abiertas y el temor se acrecentó. De una manera inconsciente asumes que todo el mundo y su daño apuntan hacia ti. Encendí el televisor y leí portales de prensa. Con las noticias recibidas me sentí frágil y ridículo al mismo tiempo. En la ciudad de Kiev, una mujer ucraniana de 23 años alumbró a su hijo en una estación de metro que fungía de refugio. La amenaza y el daño gravitaban sobre sus cabezas. La fragilidad se mide con diferentes parámetros. La valentía igual. Ni la mujer ni su hijo decidieron ese destino. Tampoco el resto de sus compatriotas. Otros lo hicieron por ellos. Otros siguen moviendo los hilos. En pocas horas las reglas de juego se replantean. Los ganadores y perdedores pasan por encima de los que ni siquiera desean participar de este juego. Pero no hay alternativa: todos somos parte de este juego. Y si te sabes frágil, lo dicho, que estas experiencias te ayuden a construir, al menos por algunos momentos, una fortaleza que te ayudará a sobrevivir. “Tanque o taza de porcelana”, me suelo repetir.
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