¿Por qué planeamos la educación de miles de peruanos desde un despacho tan lejano de su realidad?

Macarena moscoso Barrio es antropóloga visual e investigadora principal del Instituto de Estudios Peruanos. Especializada en educación con amplia experiencia en investigación etnográfica, evaluación de programas educativos y prácticas pedagógicas en escuelas públicas peruanas. Desde la antropología visual analiza las dinámicas de género, turismo y la tensión entre tradición/modernidad.
El primer día de clases ha llegado nuevamente a las aulas peruanas. Mientras en Lima y otras ciudades principales las preocupaciones giran alrededor de la inseguridad, el tráfico y las crisis políticas, en la Amazonía —territorio que representa el 60 % de nuestro país— la realidad es dramáticamente distinta. Aquí, el inicio escolar no es solo un evento administrativo: es la repetición de una crisis sistémica que expone las más profundas desigualdades educativas del Perú.
¿Cómo explicamos que la región más biodiversa del país, hogar de 44 pueblos indígenas y 16 familias lingüísticas, presente consistentemente los peores indicadores educativos? La respuesta trasciende las distancias geográficas.
El problema comienza con un modelo educativo concebido desde y para la ciudad, impuesto sobre realidades radicalmente diferentes. La Amazonía muestra una realidad constante: infraestructuras que se inundan con las primeras lluvias, materiales educativos que no reflejan el contexto local, y una rotación permanente de docentes que apenas logran adaptarse al entorno.
Los profesores amazónicos enfrentan un ciclo perverso: cuando finalmente comprenden las dinámicas locales, aprenden los códigos culturales y ganan la confianza comunitaria, el sistema los reasigna, reiniciando el ciclo. Esta discontinuidad resulta devastadora, especialmente al inicio del año, cuando se establecen las bases fundamentales del aprendizaje.
En estas primeras semanas escolares, las familias amazónicas enfrentan decisiones imposibles. Cuando los recursos escasean, suelen ser los varones los que continúan estudiando, mientras las niñas son orientadas hacia responsabilidades domésticas. Esta discriminación no es casual ni meramente cultural, sino resultado de cálculos desesperados donde la educación se convierte en privilegio. Así, la escasez económica se traduce en exclusión educativa con rostro femenino.
La desconexión entre escuela y cultura local constituye quizás la fractura más profunda. Las instituciones educativas funcionan como islas culturales, donde los conocimientos impartidos rara vez dialogan con las realidades territoriales. Esta brecha no solo compromete el rendimiento académico, sino que erosiona sistemáticamente el tejido cultural de comunidades enteras, creando generaciones que habitan una incómoda frontera: un limbo en el que son demasiado escolarizados para valorar saberes ancestrales, pero insuficientemente formados para el mundo occidental.
El inicio escolar amazónico también evidencia problemas que trascienden lo educativo. La violencia intrafamiliar aumenta con las presiones económicas del regreso a clases, mientras los índices de embarazo adolescente —alarmantes en la región— continúan privando a las jóvenes de oportunidades educativas. El trabajo infantil se naturaliza como «apoyo familiar», y sacrifica horas de estudio por necesidades inmediatas de subsistencia. Durante estos meses iniciales, muchos estudiantes desarrollan patrones de asistencia intermitente que eventualmente conducen al abandono escolar. A esto se suma la sombra omnipresente de economías ilegales —tala, minería y narcotráfico— que acechan a las comunidades escolares ofreciendo ingresos inmediatos a adolescentes vulnerables, mientras les arrebatan silenciosamente su futuro educativo.
Por lo anterior, es imperativo superar la visión colonial que reduce los saberes indígenas a «folklore» en lugar de reconocerlos como sistemas de conocimiento válidos. Requerimos calendarios escolares que respeten ciclos productivos locales, e infraestructuras adaptadas a las condiciones climáticas amazónicas.
Al comenzar este nuevo año escolar, tenemos la oportunidad de reimaginar la educación amazónica. No como un sistema que «rescata» estudiantes de su entorno cultural, sino como uno que valora y potencia la extraordinaria diversidad biocultural de estos territorios.
Quienes toman decisiones educativas desde despachos lejanos deben comprender que cada día de inacción perpetúa ciclos de desigualdad que comprometen el futuro, no solo de la Amazonía, sino del país entero. La transformación requerida es profunda: implica cambios en infraestructura y recursos, pero fundamentalmente en los modelos mentales que normalizan esta desigualdad.
El destino educativo de miles de niños y adolescentes amazónicos, y la posibilidad de construir un Perú verdaderamente intercultural, dependen de nuestra capacidad para actuar ahora. La pregunta es: ¿tendremos el valor de hacerlo?
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