Rock and hate


Pensamientos desordenados tras la muerte de un coetáneo famoso


Ha pasado más de una semana desde que muriera Pedro Suárez Vértiz, el rockero más famoso de un país que no sobresale por ser cultor del rock, y en las redes aún siguen apareciendo menciones sobre él. 

De hecho hoy mi vecino, usualmente silencioso, puso a todo volumen varias canciones suyas.

¿Por qué tantas ondas tras la pedrada de su muerte?, me he vuelto a preguntar. 

Yo mismo, sin ser un admirador de su música, en estos días le he seguido dedicando varios pensamientos, una confesión que ahora es refrendada por este texto. El primero de esos pensamientos, obviamente, llegó cuando me topé con la primicia en mi celular: Suárez Vértiz tenía casi mi edad y durante mi tránsito a la adultez las canciones de su banda sonaban mucho en mi círculo. Será que cuando un coetáneo tuyo muere veinteañero y sin que medie un accidente, se trata de un escándalo; pero cuando pasa de los cincuenta, se trata de la primera llamada del teatro. 
Luego, cuando pasaron las horas, como era de esperarse, se multiplicaron los lamentos en las redes. Al margen de la pena real que sus seguidores pudieran sentir, empecé a constatar que muchas veces, tal vez demasiadas, la muerte de un famoso es instrumentada para que los dolientes anónimos se visibilicen: Yo lo conocí, Una vez cuando estaba… En esta foto aparecemos él y yo. Y esta vez pienso: ¿de haber conocido en persona a Suárez Vértiz, habría yo publicado algo al respecto? Seguramente. Pero, de manera taimada, habría compartido alguna anécdota que ensalzara algún rasgo suyo: la infalible táctica de usar a la apología como caballo de Troya para esconder mi vanidad. Una bajeza más, que importa. 
Al día siguiente, un diario de Lima definió al difunto como un genio y el gesto se me congela de nuevo al recordarlo; me pregunto cómo así empezamos a abusar de los grandes adjetivos y los multiplicamos hasta disminuir su valor. La última vez que revisé la historia de mi país, Paulet, Vallejo y Rostworoski merecían esas sílabas. ¿Es genialidad componer tonadas pegajosas y llenarlas con letras no forzadas? ¿Fue Polo Campos un genio por haber compuesto ese himno llamado Contigo Perú? ¿Debo atreverme a pensar estas cosas cuando yo mismo no podría componer ni una sola canción decente en toda mi vida?

Ahora la divagación se ramifica y me visita la petulancia: ¿tendríamos mejores músicos si nuestros niños leyeran poesía, o prosa poética? ¿Por qué en la tierra de Eguren, de Eielson, de Adán, de Hinostroza, de Varela, de Cisneros y de Watanabe no han surgido rockeros como García o Spinetta? 

Con el pasar de los días, ahora que los restos del músico han sido despedidos, constato que tenía odiadores ensañados. No solo son esos peruanos que ven con suspicacia que un compatriota suyo triunfe; tampoco se trata solamente de melómanos sofisticados que coquetean con el esnobismo, afichistas de Bowie o Reed y papelhigienistas del Grupo Río y Vilma Palma e Vampiros: se trata, más que nada, de progresistas que han seguido las publicaciones del músico durante los últimos años en sus redes. En su momento yo también leí con estupor las ideas que se desprendían de algunas de ellas: el imán sexual de la mujer y la importancia de que un hombre esté a la altura, la necesidad de reprimir nuestras fantasías sexuales, la urgencia de imponer una mano dura para acallar nuestras protestas sociales.

Tal vez se nos olvida que Suárez Vértiz era un hombre que creció durante el siglo XX en el entorno clasemediero, tal vez acomodado, de un país machista, y por eso me provoca preguntarle a las juventudes que juzgan el pasado con mentalidad del presente qué tanto más se podía esperar de él y de mi generación conservadora. De paso, me pregunto a mí mismo si lo que más me irritaba de esas publicaciones no era comprobar que el rock y los rockeros hace mucho que dejaron de ser rebeldes, sino que varias de las taras que retrasan la equidad en nuestra sociedad se reafirman cuando los más jóvenes ven a sus padres normalizar las creencias de sus abuelos. Y con miles de likes, además, que es lo que ocurría con las publicaciones de Pedro. 
Pero ahora que mi vecino a vuelto a poner Me resfrié en Brasil, me digo que en toda esta súbita adoración, a ratos exagerada, hay algo más. Algo más profundo y sencillo. No es solo que toda adolescencia necesite una banda sonora y que las canciones de Suárez Vértiz hayan acompañado a los actuales treintones, cuarentones y cincuentones del Perú más visibilizado. Tampoco es solo que haya compuesto el himno más emotivo para los emigrantes de su país desde que César Miró compusiera Todos vuelven. Lo claro es que siempre existirá una controversia insalvable entre quienes escucharon su música, pero que sí existe la unanimidad entre quienes lo conocieron: todos testimonian que era una buena persona, y auténtica, añadiría yo. 

¿Será que la bondad y la autenticidad de una persona calientan los corazones tanto como una canción perfecta?

Quizá cuando Ribeyro escribió que “no hay que exigir a las personas más de una cualidad. Si les encontramos una debemos ya sentirnos agradecidos y juzgarlas solamente por ella y no por las que le faltan”, vaticinó este tipo de casos.

Suárez Vértiz, al menos, demostró tener un par de virtudes muy dignas de afecto, más aún en esta época de líderes psicópatas y de influenciadores fingidos. 


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