Un regreso a San Francisco plantea la pregunta de qué futuro le espera a Estados Unidos
Hace poco viajé a San Francisco luego de treinta años y volví a encariñarme con la geografía y arquitectura que guardaba de esa ciudad en la memoria, aunque la encontré bastante cara y con muchas personas sin hogar acampando en sus calles. A proposito de esto, por esos días una persona escribió en mi Instagram que me deseaba una feliz estadía, aunque lamentaba que los progresistas hubieran arruinado San Francisco debido al aumento de la delincuencia y de los drogadictos en la calle. Ahora que he consultado mi archivo, veo que incluso la llamó “una ciudad de zombies”.
Confieso que suelo ponerme a la defensiva cuando alguien ataca a los progresistas, pues me tienta imaginar del otro lado a simplistas autoritarios que demandan mano dura como la única solución a los problemas de inseguridad, pero tampoco suelo atrincherarme tanto como para no indagar si hay algún indicio que sustente esas críticas. En este caso, una razón adicional para ello fue haberme enterado antes de que en una capital gestionada por el progresismo como Montevideo —ciudad que admiro por su cultura inclusiva y republicana— el problema de las personas sin techo también se está tornando serio.
Es probable que un acercamiento paternalista de las autoridades a este tipo de problemas conlleve el riesgo de caer en demasiada permisividad, para escándalo de las mentalidades autoritarias: cuando las víctimas de la economía y de la drogadicción caen en la ignominia de la calle, cabe la posibilidad de que los gestores que defienden los derechos humanos caigan en políticas de caridad sin equilibrarlas con programas más complejos que impliquen, por ejemplo, tratamientos psiquiátricos y capacitación para la reinserción laboral. En un artículo que consulté para escribir estas líneas se habla incluso de un “altruismo patológico” por parte de ciertas autoridades y sus políticas, un término cuya validación será mejor dejar a los expertos.
Sin embargo, y a pesar de que es evidente que las autoridades de San Francisco se han visto desbordadas por los problemas mencionados, no deja de llamarme la atención hasta qué punto, cuando se trata de nuestras problemáticas sociales, buscamos la responsabilidad y la génesis del mal en el territorio de las consecuencias antes que en las causas primigenias.
Recordemos que las personas sin techo llegan a esa circunstancia a causa de la falta de trabajo y del consumo de drogas y alcohol. De hecho, en San Francisco la mitad de los sin techo lucha contra las adicciones. Pero, ¿por qué tanta miseria y drogadicción a vista de cualquier transeunte en un área metropolitana que acoge a cinco de los diez condados más ricos de Estados Unidos? Como se desprende de lo anterior, no es que California no tenga dinero: si fuera un país independiente, sería la quinta economía del mundo. Lo más probable es que la diferencia entre las calles californianas que me acogieron hace treinta años y las de hoy esté mediada por los resultados de políticas económicas desigualitarias que han tendido a minar a la clase media y a concentrar el dinero en cada vez menos bolsillos. Es posible que el credo de la eficiencia para obtener más utilidades nos haya hecho olvidar que el fin último de una sociedad no es que produzca más dinero, sino que sus integrantes se sientan útiles y en armonía con su aporte a la colectividad.
¿Qué futuro le esperaba, pues, a una nación que nació con el pecado original de la esclavitud, y que luego buscó la colonización económica de América Latina sin que le importara incidir violentamente en su vida política? Un futuro —o presente nuestro— en el que la mayoría de los sin techo que pueblan sus ciudades son afrodescendientes y latinos.
¿Qué futuro le esperaba a una nación que hace cuatro décadas empezó a cerrar fábricas en su territorio para abrirlas en China con el afán de obtener más utilidades para sus accionistas? Uno en el que la distancia entre los hogares millonarios y los hogares modestos se ha tornado un abismo insalvable, con un clima en el que muchos descendientes de una antigua clase media miran con nostalgia y frustración la época de sus abuelos, la del orgullo por el Made in USA, y en el que hoy se vota a caudillos que prometen volver a ese pasado, pero sin cambiar las reglas que precisamente volvieron multimillonarios a esos caudillos.
¿Qué futuro le esperaba a una nación tan corporativizada, que las decisiones de las poderosas farmacéuticas podían incidir en la sobreprescripción de medicamentos en su población? Uno en el que los opiodes, como el fentanilo, han contribuido a crear la mayor crisis de drogadicción en la historia de ese país.
Ya que hablé de futuro, cerraré estas líneas con una estampa que ilustra esta conjunción de antecedentes y que me hizo sentir en un relato distópico: un automóvil robot, sin conductor humano, recogía a un pasajero que lo había llamado mediante una aplicación bastante cara, mientras que en el suelo acampaba uno de los ocho mil homeless que en San Francisco viven en sus veredas.
Ojalá llegue a vivir con salud otros treinta años para volver a esas esquinas y atestiguar si los ciudadanos estadounidenses optaron finalmente solo por las contenciones de corto plazo, o por también replantearse genuinamente qué valores debían guiar sus políticas.
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