Distintos caminos para llegar al mismo destino espiritual
Siempre he pensado que la religión que nos toca al nacer es un poco como la nacionalidad, un accidente sobre el que no tenemos control alguno y que, tal como se puede migrar para comenzar en otra parte con una nueva identidad, también es posible convertirse y entenderse con otras deidades y que, de la misma manera en que es posible tener una mezcla de nacionalidades, ya sea porque nuestros padres son de distintos lugares, o porque hemos pasado tiempo aquí o allá, es posible tener más de una religión o diversas formas de encontrar un sentido espiritual.
A pesar de que como la gran mayoría de peruanos soy católica, apostólica y romana, no soy una persona religiosa, aunque siempre he tenido una tendencia a la espiritualidad y una curiosidad por entender las religiones. Mi educación en estos temas no fue muy dedicada; no fui a un colegio religioso y mis padres —que no son particularmente practicantes— me guiaron a entender la religiosidad como una ética personal, con dos misas al año: Navidad y Domingo de Resurrección. Tras confesar que además he transitado por todos los ritos que corresponden al catolicismo y que nunca me he considerado atea, se entenderá por qué me defino como “culturalmente católica”.
En algún momento de mi adolescencia comencé a participar en grupos de lectura de la Biblia con unos muchachos protestantes porque andaba en busca de nuevas amistades, además de que me atraían los paseos a la playa y las fogatas con canciones. No duré mucho tiempo por ahí, pero mi apreciación por la Biblia se hizo inmensa. ¡Qué manera narrar! Por años la tuve junto a la cama para deleitarme con sus historias.
En la Universidad Católica me hice muy amiga de una chica judía, con quien hasta ahora nos acompañamos por la vida, y así como ella me preguntaba por mi religión yo le preguntaba por la suya, lo que me dio la oportunidad de aprender sobre las diferencias y similitudes entre nuestras prácticas y maneras de plantearnos la relación con lo divino: la importancia de la contrición y de la conducta personal, y cómo sus fiestas principales, al igual que las nuestras, se enfocan en la ética personal, en la familia y en la preservación de las tradiciones.
En Londres mi mejor amiga resultó ser musulmana y con ella aprendí las enseñanzas del profeta. Entendí que aunque su religión se basa también en un texto sagrado —del Corán hay tantas interpretaciones como hay personas—, lo que importa de verdad, una vez más, es la ética personal. Cuando asistí a su boda en Bangladesh y conocí a su familia, a su país, y participé en los ritos de celebración, entendí que nos unía mucho más que lo que nos separaba. Hace poco, mi amiga musulmana me contó que, inspirada por mi peregrinación a Santiago de Compostela el año pasado, está considerando emprender el Hajj rumbo a La Meca, uno de los siete pilares de su religión y un camino que los musulmanes deben recorrer una vez en la vida. Tani padece de esclerosis múltiple y está en una silla de ruedas, pero, a pesar de ello, no pierde la energía y la fe, y piensa que quizás el próximo año pueda darle la alegría a su padre de ir con él y que llegar tan cerca como pueda será suficiente. Como aprendí el año pasado, lo que más importa en una peregrinación es la intención al hacerla.
Finalmente, esta semana estuve en Varanasi, la antigua Benarés, a orillas del Ganges. Es la ciudad sagrada hacia donde los hindús deben peregrinar una vez en la vida para bañarse en sus aguas. Es, también, el lugar donde muchos quieren morir, ya que se supone que de hacerlo allí habrán llegado a su última reencarnación y alcanzarán el nirvana. La costumbre es cremar cuerpos al lado del río para dejar las cenizas ahí mismo, y es usual que quienes no puedan hacerlo les pidan a sus familiares que lleven sus restos y los dejen reposar en sus aguas. La ciudad está cargada de rituales y es realmente conmovedor ver llegar a tantas personas a expresar su fe.
La creencia en la reencarnación de los seguidores del hinduismo hace que los más ortodoxos sean vegetarianos y que la vaca sea considerada sagrada por ser el vehículo de Shiva; es por ello que en la India se las ve deambular por las calles, muchas veces comiendo la basura. Los monos también son sagrados y viven en los templos, corriendo en manadas y atemorizando a los turistas distraídos. Según una de las guías que me tocó, el hinduismo es una forma de vida, más que una religión: una práctica que busca mantener el balance en el universo. Cada una de sus tres deidades principales —Brahma el creador, Vishnu el protector y Shiva el regenerador— tienen una labor específica y las historias de sus dioses sirven para explicar cómo funciona el mundo y cómo debemos comportarnos. Algo que, sin entender mucho de su religión, me resulta fácil de comprender.
Todo esto me hace pensar en la reflexión del historiador griego Herodoto 400 años antes de Cristo: que la humanidad hace sus dioses a su semejanza, y que si los caballos hicieran dioses, tendrían también forma de caballos. Después de haber visitado los templos de tantas religiones, esto es igualmente evidente en la forma y queda señalado que lo que importa en el fondo es la fe. Poder creer sin ver es una parte fundamental de la creencia y, si nos ponemos a comparar las religiones y sus mandatos éticos, las diferencias no son tan grandes. La diferencia siempre la ponen las personas. En todas las religiones ocurre que quienes tienen una lectura muy ortodoxa de sus textos o de algunos tipos de prácticas tienden a juzgar que su versión debe ser la única aceptada y esto ha llevado a confrontaciones, guerras y masacres a través de la historia.
Una imagen opuesta a la del Ganges recibiendo con mansedumbre las cenizas de sus creyentes.
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