Un aplauso a quienes resisten en las trincheras del servicio público
Hace poco, algunos peruanos nos enteramos a través de un portal informativo de que nuestra Biblioteca Nacional prohibió exhibir dos pinturas en una exposición que se desarrollaba en su recinto. Lo que ocurrió es que, en una exhibición promovida por una asociación cultural de Puno, dos artistas de esa región sureña decidieron recordar las protestas al inicio del actual gobierno de Dina Boluarte en las que varios paisanos suyos encontraron una muerte que hasta hoy permanece impune. Semanas antes, unas motivaciones similares habrían hecho estallar un escándalo más público, esta vez ya no en una circunscripción del Ministerio de Cultura, sino en una entidad adscrita al Ministerio de Educación: la Casa de la Literatura Peruana. Aquella vez, la entrega del Premio Casa de la Literatura —que los empleados de esa institución suelen tributarle a alguna personalidad de nuestras letras— fue cancelada cuando faltaban pocos días para que lo recibiera Juan Acevedo, quien ha sido crítico con el actual régimen.
Es necesario anotar que los intereses que la actual presidenta del Perú ha mostrado tener son, por un lado, banales y frívolos —recordemos sus ausencias para aparecer días después con retoques en el rostro, el escándalo de los Rólex y las joyas que le entregó un gobernador, y sus penosos esfuerzos por aparecer junto a Joe Biden y el papa Francisco en fotos para respaldar su imagen—, y, por otro lado, han sido preocupaciones de supervivencia legal: no ser salpicada por las muertes durante las protestas contra su gobierno, ni por el caso de los “waykis”, o la actual condición de no habido de su hermano. Por lo tanto, al no conocérsele a la presidenta ninguna preocupación relacionada al ámbito cultural, resulta difícil de creer que exista un hilo directo entre su voluntad y las censuras mencionadas líneas arriba. ¿Podía saber la presidenta que en la pared interior de una biblioteca que solo debe haber pisado para algún acto protocolar había un par de pinturas que recordaban masacres del Estado? ¿Se puede incluso garantizar que supiera que una institución llamada Casa de la Literatura iba a premiar a un artista que se dedica al humor gráfico?
Autoras y autores como Hannah Arendt, George Orwell o Stanley Milgram han reflexionado ya hace tiempo sobre la relación entre la autoridad y los burócratas: la maquinaria que sostiene las injusticias del mundo está compuesta por gente común y corriente que besa a sus hijos por las mañanas y acaricia a sus mascotas por las noches. No dudo que quien sea que haya señalado ese par de pinturas puneñas en una exposición casi anónima y se haya exaltado hasta pedir que las descuelguen, y aquel que haya exigido que se cancele el homenaje a Juan Acevedo, sean queridos por sus amigos y familiares, pero eso no quita que hayan demostrado ser nefastos para una sociedad que busca la libertad y la equidad. Poliédricos como somos los humanos, al margen de sus buenas cualidades en otros ámbitos, esos funcionarios han demostrado tener una arista mezquina, mediocre y miedosa que sí colisiona con los intereses de muchos ciudadanos que creemos en la democracia real y no de opereta, y en una cultura que no incentiva la impunidad.
Esta misma semana, un experto estadounidense que fue invitado a colaborar en Jugo nos compartió su intranquilidad por un más que probable minado en la burocracia de su país durante la próxima gestión de Donald Trump. Lamentablemente, en el Perú la situación es más preocupante, porque a la poca institucionalidad que tenemos en ese ámbito se le ha añadido un parlamento que busca eliminar la ley que apuesta por la meritocracia en nuestro servicio público, y un gobierno que ha invadido con ímpetu particular los organigramas del Estado con lamezapatos por un lado y con mercantilistas por el otro, cuando no por sujetos que tienen ambas cualidades.
Por más que esto suene tan básico —y que ahora me sienta como un idiota que debe escribir sobre la importancia de no pasarse un semáforo en rojo—, parece que no está de más recordar la importancia de que defendamos una carrera pública donde los funcionarios privilegien el servicio de un Estado antes que los intereses de un gobierno; un sistema en el que haya servidores que sepan atajar a esos enanos mentales para quienes el sueldo y la tarjeta de presentación son la principal fuente de dignidad en sus vidas miserables.
El de mi país no es un Estado fallido… aún. Sabemos que tenemos territorios tomados por las sombras, como el de la Policía Nacional, que nos llevan a pensar en una debacle social; pero recordemos que también existen reductos, como el de nuestras instituciones económicas y diplomáticas, donde la podredumbre aún se ha mantenido a raya. Pero, más que nada, tampoco olvidemos que en este momento existen rebeldes en parajes salvajes que hacen una labor heroica de resistencia.
A ustedes, funcionarios de mi país —y de cualquier otro—, que aguantan parapetados en sus puestos y que luchan contra las sandeces y negociados de superiores nombrados por los saqueadores económicos y morales del Estado, va dirigida hoy toda mi admiración.
Si el mundo aún no termina de irse al carajo es, en gran parte, gracias a ustedes.
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Los malos funcionarios actúan bajo sus propios intereses porque el sistema “legal” se los permite. No existe voluntad para hacer una reforma. Celebro que hayan buenos funcionarios, aunque sea difícil identificarlos.
Excelente reflexión Gustavo, no hay que perder las esperanzas!!
Gracias, Adolfo, por compartir el entusiasmo.
Un Abrazo.