Abajo el trabajo


Un expresidente uruguayo, defensor del ‘hueveo’, nos recuerda de qué se trata la vida


No sigo demasiado la política internacional —menos aun, las entrevistas a antiguos gobernantes—, pero algo me pasa cada vez que Pepe Mujica sale a dar declaraciones. Acabo pegado a la computadora, leyendo y resonando con sus palabras, siempre tan alejadas de lo que uno esperaría de un expresidente, ubicadas más bien dentro del universo de incorrección y atrevimiento que navegan cierta especie de artistas y revolucionarios. Mujica habla con el estilo de un viejo poeta. Antes de morir, lucha por iluminar un rato más nuestro futuro.

Un par de semanas atrás, apareció en El País una entrevista en la que el exmandatario uruguayo, como de costumbre, toca un crisol de asuntos fundamentales para nuestra era. Sin embargo, a mis ojos —y a los de muchos otros usuarios de las redes—, resaltó sobre todo una frase perfecta para póster: «La cultura es hija del boludeo». 

Aquello que en peruano podría entenderse como «la cultura es hija del hueveo» venía acompañado de otras sentencias acerca de la vida, el trabajo y la libertad: 

«¿Vivir para pagar cuotas? Eso no es vivir».

«Pensamos que triunfar en la vida es comprar cosas nuevas».

«Vos sos libre cuando haces con tu vida lo que a vos se te antoja». 

La mayoría parecía hablarle directamente al homúnculo que acecha en el interior de mi cabeza y que desde hace años insiste en sabotear eso que algunos llaman desarrollo profesional. Una voz terca que rema en contra de casi todas las demás. Quizás la voz más honesta.

Sucede que odio el trabajo. 

He tenido muchos y distintos. Incluso varios cuya ejecución he disfrutado. Aun así, afirmo con seguridad que los he detestado todos. No por lo que implicaban —levantarse temprano, limpiar cuartos de hotel, cocinar pizzas, escribir notas de prensa, organizar cuadros de Excel, mandar correos, hacer llamadas—, sino principalmente por su esencia laboral: la certeza de que, en caso el dinero que me procuraban no hubiese sido necesario, mi tiempo lo hubiese ocupado de una manera distinta.

Hay quienes aseguran que el trabajo dignifica, pero a mí no hay nada que me parezca más perverso que decir algo así.

Y no lo digo como vago, quisiera que se entienda. De verdad estoy convencido —al igual que Mujica— de que la vida es otra cosa.

Cada vez que pude, tomé decisiones que atentaron contra mi carrera de trabajador y, en consecuencia, también contra mi cuenta de ahorros. A los veinte años, después de romperme la espalda dieciséis horas al día por cuatro meses, decidí que no trabajaría nunca más. Mi estrategia consistió en mudarme a un cuarto de trescientos soles de renta y dedicarme únicamente a leer y a ver películas, alternando ese régimen con noches de casino, donde intenté descubrir si quizás el azar me salvaría del desfalco. Seis meses más tarde, estaba en quiebra. 

A los veintisiete, tiré por la borda mi ascenso en la cadena limeña de practicantes, redactores, subeditores y editores. Renuncié al mejor puesto que alguna vez tuve y me pasé los siguientes siete meses corrigiendo mi primera novela y grabando canciones de mi banda. Conseguí llevar a buen puerto ese libro y ese disco, pero en el camino regresé mis ahorros a foja cero. 

Más adelante, permanecí durante tres años en una chamba que solo me exigía cuatro horas de labor al día —y que, por supuesto, apenas me daba para comer, fumar y beber, en ese orden—, a fin de ocupar el resto de la jornada en escribir mi segundo libro. Cuando aquel empleo se acabó, quedé varado, desempleado nuevamente. 

Una y otra vez, dinamité cada oportunidad de ensanchar mis sueldos, juntar plata y construir sueños que necesitaran como base ese capital. Pero a pesar de mis repetidos desfalcos llevo mi pobreza con orgullo. Quizás tergiversando un poco a Don Pepe, creo firmemente que la cultura no nacerá nunca de ningún empleo.

No es una idea nueva, claro. La historia de la humanidad está atravesada por ejemplos y experimentos en los que el trabajo se hizo a un lado con el objetivo de permitir el surgimiento de otras variantes del desarrollo. La escritora española Irene Vallejo, en su bestseller mundial El infinito en un junco, relata cómo el rey Ptolomeo I invitó al Museo de Alejandría a los más brillantes escritores, poetas, científicos y filósofos de la época para que dedicaran todas sus energías a pensar y crear, liberándolos de cualquier preocupación material, asignándoles un salario, eximiéndoles de pagar impuestos y otorgándoles vivienda gratuita por el resto de sus vidas. Algo parecido a los actuales centros de investigación, residencias, becas y laboratorios de ideas. 

El mecenazgo ha sido crucial en el despegue del arte y la ciencia, pero también es evidente que no cualquiera puede acceder a alguna de sus versiones. ¿Qué queda, entonces, para quienes no somos ni seremos nunca los más brillantes escritores, poetas, científicos y filósofos de la época? 

Y, además: ¿qué destino merecen los individuos que no desean crear o investigar, sino nada más jugar, leer, mirar el mar? Mujica lo dice: «Vivir es amar, es tener el placer de estar al pedo con otro. Vivir es, cuando sos anciano, jugar al truco con los amigos, hablar de recuerdos». ¿Hay becas para las personas que quieren simplemente amar?

El homúnculo que acecha dentro de mi cabeza insiste con su sabotaje: hay que renunciar cada tanto, reducir la carga laboral a lo mínimo, rechazar las promisorias ofertas, comer de los ahorros, hacer lo que uno realmente quiera y luego ver de qué forma se puede comenzar de nuevo. 

Yo no me atrevo a dar tal consejo. Soy joven, no tengo hijos y además he nacido con bastante suerte en la mochila. Sería un acto tremendamente irresponsable recomendar algo así. Lo único que puedo asegurar es que me siento libre y feliz. En los últimos meses he procurado aceptar apenas un par de trabajos y así he conseguido liberar mi tiempo para leer, ver películas, escribir y preparar otro disco con mi banda. Estoy a puertas de empezar el año 2025 con la cuenta de ahorros en cero. Cierta angustia me corroe, pero también mucha efervescencia. La vida es esto.


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