¿Prohibimos Instagram o TikTok? 


Reflexiones sobre la ley australiana que impide a menores de edad acceder a las redes sociales


Julio César Mateus. Profesor e investigador de la Universidad de Lima. Coordina el grupo de investigación en Comunicación, Educación y Cultura, y dirige la revista Contratexto. Es doctor en Comunicación y ha publicado libros y artículos sobre educación y medios. https://juliocesarmateus.com/


Australia aprobó hace pocos días una ley que prohíbe el acceso a redes sociales para menores de 16 años. La motiva el noble interés de proteger la salud mental de los jóvenes y blindarlos de contenidos nocivos, aunque se topa con la terquedad de una realidad sobre la que quiero reflexionar en este artículo. 

Plataformas como Instagram, Facebook o TikTok enfrentarían multas millonarias si incumplen la ley, lo que ha despertado dudas sobre cómo, exactamente, se planea verificar la edad de los usuarios sin violar la privacidad ni complicar la experiencia digital para todos. El uso de datos biométricos o identificaciones gubernamentales son opciones sobre la mesa, pero también un campo minado de (más y nuevas) controversias.

Partamos de la premisa de que vivimos un momento tecnológico globalmente asimétrico y aún en fase experimental. En medio del encanto, leemos una noticia sobre cómo los evangelizadores de Sillicon Valley matriculan a sus hijos en escuelas con lápices y pizarras analógicas. O que países como Suecia están volviendo a los libros de texto tradicionales porque relacionan a las pantallas con el mal rendimiento académico. O que la UNESCO recomienda discutir la prohibición de los dispositivos móviles en las escuelas para combatir las distracciones, tal como optaron varios países. ¿Hacia dónde ir, entonces?

Jonathan Haidt, en su libro La Generación Ansiosa, propone que estamos ante una gran reconfiguración de la infancia: una generación que canjeó el juego al aire libre por el teléfono “inteligente”. Una infancia que incluye en su vocabulario el estrés y la depresión, otrora asociados solo al mundo adulto. Para Haidt, vivimos una tormenta perfecta de niños sobreprotegidos y tecnologías desreguladas y, por lo tanto, debemos actuar rápido. ¿Esta ley australiana es, entonces, un movimiento audaz en esa dirección, o solo una ilusión que se diluirá en el camino?

Los argumentos contrarios a la prohibición aportan mucho al debate: el presunto atentado contra la autonomía de los menores y sus derechos de libertad de expresión, o la limitación a sus posibilidades de socialización —porque que el virtual también es un terreno de construcción de identidad y relaciones entre pares—, o el aumento de brecha de capacidades digitales —dado que quienes tengan mayores recursos podrán sortear la norma con más facilidad—. Adicionalmente, resulta probable en muchos casos que lo que las niñas y niños aprenden y hacen con plataformas digitales fuera de la escuela resulta más relevante y productivo que lo que aprenden dentro. 

Además, y quizá el muro mayor, es que esta ley en cuestión enfrenta desafíos prácticos de implementación. A saber, las plataformas sociales ya imponen restricciones como la edad, pero cualquier adolescente astuto —o trol a sueldo— puede evadir estas barreras declarativas con facilidad. El primer ministro australiano, Anthony Albanese, así lo comprende, pero dice que se trata, sobre todo, de una señal para las empresas. 

Otra señal de estas se produjo hace unos meses, cuando los senadores estadounidenses examinaban ante las cámaras de televisión la consciencia de los dueños del oligopolio digital. Les preguntaban a estos magnates sobre las consecuencias de sus productos en el bienestar emocional de sus usuarios y les pedían asegurar que la gente realmente leía y comprendía sus inacabables “términos y condiciones”. Con el rostro apenado de Zuckerberg mediante, otra vez se puso de relieve que estas empresas han sido históricamente más rápidas para esquivar regulaciones que para cumplirlas. Es lógico reconocer que las plataformas digitales más usadas no se han diseñado pensando en ningún bienestar, sino todo lo contrario. Lo mismo con las capas de inteligencias artificial que ya penetran buena parte del ecosistema mediático. Son tal vez estos otros puntos críticos —transparencia vs. opacidad, justicia de datos, ética y gobernanza algorítmica— sobre los que valdría la pena abrir un debate regulatorio más amplio.

No obstante, prohibir tiene su encanto: suena a solución concreta y directa (como cuando se piensa que decretar un estado de emergencia resuelve la crisis de inseguridad). Por otra parte, tiene una virtud innegable: genera debate público. Quizás esta noticia promueva que actores educativos que suelen esconderse a sí mismos en un segundo plano, como la familia y los medios de comunicación, sean arrastrados a una conversación que evitan porque es mejor no hablar de ciertas cosas en la mesa. Del mismo modo, esta provocación podría inspirar a algún legislador local responsable —si cabe— para interesarse por actualizar nuestra obsoleta ley de medios para integrar el (ya nada nuevo) entorno digital.

Si esta ley es un recordatorio incómodo de los límites de las políticas públicas en un mundo digital complejo, también lo es de las oportunidades en materia de ejercicio político que genera el diseño de normas y regulaciones. Aunque parezca una pelea lejana que no toca a un país donde las brechas de acceso y apropiación tecnológica son evidentes para todos —menos para su ministro de Educación—, sí abre la puerta a una agenda con dos necesidades impostergables que deben orientar los siguientes pasos: por un lado, producir más evidencia científica local sobre el papel de las tecnologías en los procesos educativos y, por el otro, un liderazgo político oportuno que la incentive y aproveche. 


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