El auge de la política antitrans es una amenaza para la democracia
Una persona trans es alguien cuya identidad de género no coincide con el sexo que le asignaron al nacer. Esto significa que, aunque al nacer le dijeron que era niño o niña basándose en su cuerpo, con el tiempo la persona se ha dado cuenta de que eso no refleja quién es realmente. Como indica el consenso científico, no se trata de una enfermedad. Tampoco es una moda ni una decisión antojadiza; es parte de la diversidad humana. Algunas personas trans hacen cambios en su apariencia o su nombre para sentirse más cómodas con su identidad, mientras que otras no. Detrás del reconocimiento de su identidad está el sentido común: tenemos una sola vida, todos deberíamos poder ejercer nuestra libertad individual como lo creamos necesario para vivirla plenamente, para intentar ser felices, sin dañar a terceros y con la tranquilidad de que nuestros derechos serán respetados.
Lamentablemente, en los últimos años estamos viendo que este sentido común está siendo sistemáticamente atacado por sectores ultraconservadores que conforman proyectos autoritarios. Esta ofensiva, disfrazada de defensa de valores tradicionales, no solo pretende eliminar a las personas trans como sujetos de derechos y relegarlas nuevamente a la invisibilidad y la marginalidad, sino que forma parte de un esfuerzo más amplio por socavar la libertad individual y debilitar los valores democráticos. Al convertir a una minoría en chivo expiatorio, estos sectores avanzan en la normalización de políticas represivas que restringen derechos y consolidan su control sobre la sociedad.
En la actualidad, Estados Unidos lidera esta agenda autoritaria. Desde su retorno a la Casa Blanca en enero de 2025, Donald Trump ha impulsado un asalto sin precedentes contra los derechos de las personas trans, enmarcado en una estrategia más amplia de ataque a los derechos humanos y la igualdad. Con el pretexto de restaurar el «orden natural» y combatir la llamada «ideología de género», su administración ha eliminado protecciones fundamentales, aumentando la discriminación estructural. Ha borrado a las personas trans de políticas públicas, las ha expulsado del ejército y ha dificultado su acceso a servicios de salud esenciales.
Aunque estas medidas se han implementado mediante órdenes ejecutivas, su impacto va más allá del gobierno federal. Al deslegitimar la identidad trans desde el poder, Trump traza una hoja de ruta para sus seguidores en los estados, impulsando legislaciones aún más restrictivas. Desde la firma de esta orden, varias legislaturas estatales han promovido leyes que prohíben los tratamientos médicos de afirmación de género y que incluso criminalizan a quienes los proporcionan. Este plan institucionaliza la discriminación y legitima la violencia contra una comunidad ya vulnerable.
Atacar a las personas trans es una estrategia calculada dentro de los proyectos autoritarios. Históricamente, los regímenes autocráticos han usado a minorías vulnerables como chivos expiatorios para movilizar apoyo y desviar la atención de problemáticas estructurales. La transfobia se ha convertido en un eje central de la política reaccionaria contemporánea, pues permite construir discursos alarmistas sobre la “protección” de niños, mujeres y valores tradicionales, justificando la restricción de derechos.
Este patrón no es exclusivo de Estados Unidos. La retórica antitrans es una constante en los discursos de las fuerzas autoritarias: desde Jair Bolsonaro en Brasil hasta Viktor Orbán en Hungría, pasando por VOX en España, Milei en Argentina, Kast en Chile y sectores políticos en Perú que buscan crear su propio “Trump peruano” de cara a la próxima elección. La identidad de género se presenta como una amenaza al orden “natural” de la sociedad, lo que permite a estos líderes consolidar su base electoral y poner a la defensiva a sectores progresistas.
Uno de los principales referentes de esta estrategia es la dictadura de Vladimir Putin en Rusia. Su régimen ha convertido la persecución de las personas LGBT+ —y de la comunidad trans en particular— en un pilar de su narrativa ultraconservadora. A través de leyes represivas que criminalizan el activismo y restringen el reconocimiento legal de las identidades trans, el Kremlin ha impuesto un modelo de opresión que otros líderes autoritarios buscan replicar. Al presentar la diversidad sexual y de género como un valor decadente de Occidente, Putin no solo justifica la represión contra la comunidad LGBT+, sino que también consolida un marco conceptual que le permite atacar otros derechos fundamentales como la libertad de prensa, el derecho a la protesta y la disidencia política. La criminalización de la diversidad se convierte así en un instrumento de control social, donde cualquier forma de oposición es deslegitimada y reprimida bajo la excusa de preservar los valores tradicionales, el orden interno y la soberanía nacional.
La instrumentalización de la sexualidad es una táctica conocida para manipular a la opinión pública, generar ansiedad y fomentar el miedo. A lo largo de la historia, los regímenes autoritarios han usado el control de los cuerpos y la moral sexual como pretexto para restringir libertades, justificar persecuciones y consolidar su poder. La comunidad trans es solo el blanco más reciente de esta estrategia, diseñada para movilizar a sectores temerosos del cambio social y convertirlos en agentes de represión.
En una reciente intervención en el parlamento español, la senadora Carla Antonelli explicó claramente lo que viene sucediendo: “Lo que están impulsando no es solo odio, es el germen de un genocidio y de un exterminio por género. Pero nuestra existencia no depende de su condescendencia. Ser libres es un derecho innegociable en democracia. Siembran odio para que una turba luego se encargue de nosotras. Con esta [petición de] derogación buscan dar cobertura legal a la violencia contra las personas trans. Han hecho de nuestros cuerpos su saco de boxeo. El lugar donde descargan su furia, sus frustraciones y su miseria moral. Somos su cortina de humo perfecta”.
Hay que reiterar una y mil veces una de las ideas compartidas por la senadora Antonelli: el ataque a las personas trans no es solo un ataque contra una minoría; es un ataque contra los principios básicos de la democracia. Al negar la identidad y los derechos de un grupo de ciudadanos, se sienta un precedente peligroso que erosiona los valores de igualdad, libertad y dignidad humana. En una sociedad democrática, los derechos no pueden ser objeto de negociación o conveniencia política.
La campaña contra las personas trans no es el final, sino el punto de partida. La restricción de libertades nunca se detiene en un solo grupo; es un primer paso para desmantelar derechos más amplios y consolidar un poder que busca controlar cada vez más aspectos de la vida individual. La identidad de género es una de las expresiones más esenciales de la libertad personal, y su represión no solo afecta a quienes se identifican como trans, sino que debilita el principio de que cada persona tiene derecho a vivir conforme a su verdad, sin interferencias arbitrarias del Estado o de terceros.
Cuando se permite que un gobierno decida quién tiene derecho a existir plenamente, se abre la puerta a que cualquier otra libertad sea restringida según la conveniencia del poder. Defender los derechos de las personas trans es defender el derecho de todos a ejercer plenamente nuestra libertad.
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