El mundo sensorial de los felinos comparado con el humano
“Cada animal vive en su propio mundo sensorial”, es un axioma entre los estudiosos del comportamiento animal. Refleja las grandes diferencias en términos de aparatos —y respuestas— sensoriales entre vertebrados e invertebrados, entre insectos y humanos, pero también entre individuos de una misma especie.
Nada más verdadero que para las felinas que habitan mi casa. Es que, en relación a la comida, mis gatas se comportan de una manera muy diferente y viven en universos sensoriales muy distintos. Pimi, la gata de pelo negro estriado, se avienta sobre cualquier alimento aparentemente comestible como si tuviera que defender su porción de una colonia de felinos competidores. Tiene una evidente predilección por las carnes crudas, pero devora todo tipo de preparado y, cuando me descuido, la encuentro lamiendo cualquier resto de comida humana: pequeños charcos de pesto con aceite de oliva, aderezos de ensaladas, jugo de estofado. Chia, la felina más joven de melena blancuzca, tiene gustos más selectivos: a la hora de la comida no exhibe ese frenesí famélico de la gata mayor, sino se acerca al plato lenta y cautelosamente: si el menú comprende croquetas gatunas, las degusta con pausa y sin prisa; si ofrece mollejas o hígado triturado me mira con desconfianza y lame desganada las vísceras sangrientas.
Aunque las personalidades culinarias de mis gatas son distintas, comparten una singularidad: a ninguna le gusta el panetón.
Indagando sobre el tema, me topé con las investigaciones científicas sobre el mundo gustativo felino del doctor Gary Beauchamp, fisiólogo y psicólogo experimental especializado en la investigación de los sentidos químicos, expresidente del Monell Center for Chemical Senses de Filadelfia, Pennsylvania.
En el divertido episodio del pódcast Gustology de Alie Ward, el doctor Beauchamp comparte sus investigaciones realizadas a finales de los años 70. En un estudio sobre la respuesta de los gatos domésticos a diversos sabores y olores, notó que estos felinos no mostraban una afinidad tan pronunciada por los azúcares como los seres humanos. Intrigado, amplió su investigación a los parientes gatunos del parque zoológico cercano, presentando un menú azucarado a leones, tigres, leopardos y jaguares. Descubrió que todos tenían una clara predilección por las grasas y las proteínas, y un común desdén por los carbohidratos. El científico explicó este comportamiento en función de su condición de “carnívoros obligados”: animales que consumen presas con cantidades mínimas de hidratos de carbono y que, a lo largo de su historia evolutiva, perdieron la capacidad de detectar azúcares.
Fue solo a comienzos del nuevo milenio cuando otros equipos científicos descubrieron una proteína en la lengua de animales y humanos que actúa como receptor del sabor dulce. Al parecer, nuestros gatos domésticos y sus parientes han perdido este receptor en sus papilas gustativas. Así, no es que las gatas se hagan la vista gorda ante un panetón, es que, simplemente, este alimento no activa su sentido del olor-sabor[1].
Las investigaciones posteriores, tanto en humanos como en animales, complementaron esa visión. El gusto no es solo heredado, sino también adquirido. En las lenguas de los mamíferos, cada papila gustativa contiene células —en pequeñas yemas— que detectan diversos sabores: lo dulce, lo agrio, lo salado, lo amargo y el umami. Nuestra reacción gustativa —o la forma en que respondemos a los sabores— no solo depende del tipo y densidad de los receptores del gusto presentes en esas yemas, sino también de la estimulación que reciben antes y después del nacimiento.
Diversos estudios en humanos, por ejemplo, revelan que los bebés en el útero están expuestos a ciertos sabores a través del líquido amniótico y en la lactancia, lo que potencialmente afecta sus preferencias de sabor más tarde en la vida. Entre los alimentos que transmiten su sabor a través de la placenta y de la leche materna están la menta, el anís, la vainilla, la zanahoria, el queso azul, el ajo, así como diversas frutas. Algunas partículas volátiles derivadas de estos alimentos impregnan tanto el líquido amniótico como la leche, y los fetos o lactantes los reciben y aprenden a degustarlos antes de iniciar a recibir alimentos sólidos. Así, a través de la transmisión y familiarización de sabores a etapas tempranas, la madre le está indicando a su hija o hijo qué alimentos son seguros para su consumo, modelando sus preferencias alimentarias.
Si bien los gatos, aparentemente, no adquieren sabores a través de la placenta de la misma manera que los humanos, al igual que otros mamíferos obtienen sus primeras experiencias gustativas a través de la leche de sus mamás gatas.
Así, en el silencioso rechazo al panetón, mis gatas me recuerdan la singularidad de sus mundos sensoriales, y me enseñan algo sobre sus antecesoras.
[1] Existen excepciones y muchos humanos han presenciado a gatos lamiendo postres. Los científicos sugieren que pueden tener polimorfismos del receptor al azúcar, lo que los hace más sensibles a ello; o bien ser atraídos por la grasa de los alimentos, no tanto por sus azúcares.
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