La política de la gran lavandería 


¿Dejaremos que la apatía favorezca a los políticos de la corrupción?


Se acaba de cumplir un año del golpe de Estado de Pedro Castillo, así como de que asumiera Dina Boluarte. Se cumple también un año del inicio de las manifestaciones en su contra, que llevaron a más de 60 muertos. Recordemos que, hasta ahora, nadie ha asumido responsabilidad por esos hechos y lo único que tuvimos fue una tibia disculpa de la presidenta en su discurso a la Nación del 28 de julio.

Pocas horas antes del reciente aniversario, el Ejecutivo ordenó que el Instituto Nacional Penitenciario excarcelase a Alberto Fujimori basándose en un mandato ilegal que emitieron solo tres de los seis miembros del Tribunal Constitucional, contraviniendo de manera expresa lo ordenado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos: el Perú ha quebrado el Pacto de San José y está a un paso de convertirse en la próxima Venezuela y Nicaragua, un Estado fuera de la institucionalidad interamericana.

Esa misma noche, la Junta Nacional de Justicia suspendió por seis meses a Patricia Benavides de sus funciones como fiscal de la Nación por la investigación que se le sigue por estar acusada de liderar una organización criminal. En gran parte, porque en estos días aparecieron una serie de comunicaciones de su entorno con miembros del Congreso que, claramente, muestran cómo se intercambian los favores políticos y una manera de gobernar en la que ya no se busca siquiera ocultar vínculos con las economías ilegales. 

Así, los niveles de corrupción en todas las esferas del gobierno son tan absolutamente desmedidas que nadie parece sorprenderse. La normalización ha llegado a tal punto que la indignación se ha convertido en apatía. El poder Ejecutivo, Legislativo y Judicial han sido completamente tomados por fuerzas que no están interesadas en más que su propia supervivencia, en su propio beneficio y en garantizar que el sistema corrupto siga funcionando. 

Lo más triste de todo esto es que el marasmo que envuelve a la ciudadanía nos lleva a una pasividad absoluta. El jueves pasado salí a marchar con unos pocos indignados y la situación fue bastante deprimente. En la plaza Dos de Mayo se concentraban los militantes que quedan de Perú Libre, que, si bien no eran muchos, llevaban un importante número de banderas con el lápiz. Pero casi había más policías expectantes que manifestantes. Al subir por el paseo de los Héroes Navales no se veía actividad alguna, no más que el tráfico usual de una tarde antes del fin de semana largo. 

Ya en el Centro Cívico pudimos ver a un grupo que salía de la Plaza San Martín, liderado por una gran rata de cartón y acompañado de wiphalas y banderas del Perú en blanco y negro: eran los familiares de las víctimas de la violencia policial de inicios de este año. Con toda la dignidad e indignación del caso gritaban: ¡Dina asesina! No olvidemos que entre los caídos hay menores de edad, jóvenes abaleados por la espalda, e incluso un médico asesinado cuando auxiliaba a uno de los heridos. La manifestación siguió por Abancay para gritar frente al Ministerio Público: “Congreso y Fiscalía, la misma porquería”. Pero eran unos cuantos entre los ambulantes que vendían uva a precio de locura. La gente seguía con su vida. La policía impidió el paso al Congreso y la manifestación tuvo que cruzar el puente para terminar prácticamente en Acho.

En estos días la familia Fujimori celebra que el jerarca ha regresado a casa, y sus hijos Keiko y Kenji olvidan que hace solo seis años casi se destruyeron el uno al otro en una pugna por el poder, y de paso lanzaron suficiente combustible a la débil democracia peruana como para hacerla arder hasta ahora. No olvidemos que el indulto ilegal que hace poco ha sido ejecutado es el que negoció Kuczynski con Kenji a espaldas de Keiko, porque el exdictador “estaba al borde de la muerte” y que aquel fue un paso  crucial en la destrucción de la institucionalidad en la que nos encontramos.

No olvidemos tampoco que hoy Pedro Castillo está preso por haber intentado lo que hizo Fujimori el 5 de abril de 1992, calcando cada una de sus palabras. Y no olvidemos que fue a partir de ese momento de quiebre institucional que comenzó la toma del Estado por la corrupción y las mafias del narcotráfico. No olvidemos que en los 90 se encontró cocaína en el avión presidencial y que los sistemas de liberación económica abrieron el paso para convertir a nuestra economía en una gran lavandería.

La sensación que tengo es que estamos de regreso en los noventa, repotenciados. Cipriani manda saludos y una nueva generación de mujeres conservadoras, algunas bastante jóvenes, llevan las riendas de la derecha más recalcitrante, tomando la posta que dejaron las mujeres que acompañaron a Fujimori. Mientras tanto, algunos comentaristas como Carlos Bruce y Aldo Mariátegui nos piden sentir pena, compasión y piedad por el que ahora es un “pobre viejito que no mataría a una mosca”. Repiten hasta el cansancio que su prisión es injusta y que ya sirvió demasiado tiempo.

A eso, respondo: ¿acaso a los viejitos que fueron torturadores en campos de concentración nazi no los metían presos hasta cuando estaban a punto de cumplir cien años? Cuando se dieron los juicios de Núremberg, algunos de los jerarcas nazis buscaron justificar su actuación y de reescribir la historia, pero eso no llegó a pasar y la justicia se dedicó a buscar a los perpetradores por más de setenta años.

En el Perú tuvimos un juicio ejemplar que encontró a Alberto Fujimori culpable de delitos de lesa humanidad. Delitos que no prescriben y por los que no se puede otorgar un indulto. Recordemos, además, que él mismo se declaró culpable por tres delitos de corrupción. En este video vemos cómo lo hace y al final escuchamos a Javier Diez Canseco decir claramente que lo que pretende el fujimorismo es que se olvide de cómo robaron, asesinaron y abusaron del poder.

Estaremos cansados, podremos sentir que hemos vuelto a lo más oscuro de los noventa, pero algunos de nosotros no olvidamos porque, además, sabemos que las batallas por la memoria se libran día tras día y que no lograrán callarnos.


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