De privatizadores a estatistas: para expoliar nuestros recursos, no hay coherencia que valga
Daniel Saba es ingeniero industrial por la Universidad Nacional de Ingeniería de Lima, MBA por la Universidad de Stanford, California; MPH por la Universidad de Maastricht.
Ha sido funcionario del PNUD, presidente del directorio de Perupetro S.A., consultor internacional y profesor universitario.
Entre 1993 y 1994, bajo el gobierno de Alberto Fujimori, se vendieron los principales activos de Petroperú: primero, una cadena de estaciones de servicio que operaba a nivel nacional; después, los campos de producción que alimentaban a sus varias unidades y, finalmente, su principal refinería, La Pampilla, que pasó a manos de la empresa española Repsol. Se vendió por partes, descuartizada, una empresa que ya era importante para la economía nacional y que, además, tenía el potencial para convertirse en la principal fuente de desarrollo del país. Antes de cometer ese despropósito se habían dado los cambios legislativos que hacían más atractivo el remate de Petroperú: la llamada Nueva Ley General de Hidrocarburos, promulgada en noviembre de 1993. Algunas de sus disposiciones son de antología, como la que conjuraba una especie de hechizo neoliberal: los recursos naturales, como el gas y el petróleo que existieran en el Perú serían propiedad del Estado —es decir, de todos los peruanos— mientras estuvieran enterrados bajo tierra; sin embargo, una vez que salieran a la superficie, pasarían a ser propiedad del operador que los extrajera y se venderían en el mercado peruano a precios internacionales. ¿Qué significaba esto? Que los consumidores peruanos tendrían que pagar por el combustible peruano, extraído del subsuelo peruano y procesado en refinerías peruanas —al menos en su origen— el mismo precio que, por ejemplo, los consumidores alemanes, en cuyo país no hay más petróleo ni derivados del petróleo que los que se encuentran en las estaciones de servicio. ¿Alguna otra? Sí: los contratos que firmara el Estado peruano con empresas petroleras tendrían protección constitucional, es decir, no podrían ser modificados, salvo un acuerdo entre las partes. En otras palabras, nunca, a menos que el cambio favoreciera a las empresas. Y así, otras más.
Por aquellos días, los argumentos para la privatización fueron tan absurdos como efectistas y falaces. Se dijo que el Estado no debía poseer empresas porque era ineficiente por definición, una afirmación que pone en duda la racionalidad de países como Noruega, Chile, Corea del Sur, China —las dos—, Singapur, Japón y tantos otros, cuyos estados administran empresas que nunca han pensado en vender. Pero el argumento de fondo era de tipo seudosociológico: se decía que las empresas del Estado peruano eran corruptas porque había mucha corrupción en el Perú y vender empresas era una manera de combatirla. Por lo tanto, para completar el silogismo, había que deshacerse de los mejores activos del país. Si el razonamiento no termina de tener sentido es porque no lo tiene, lisa y llanamente: es equivalente a sugerir que un empresario debería deshacerse de su mejor empresa si descubriera que algunos de sus empleados estuvieran robando materia prima.
Finalmente, se hicieron las ventas programadas, cumpliendo así con los dictados del Banco Mundial y otros entes multinacionales adscritos a la doctrina neoliberal. De Petroperú quedó solamente una refinería vieja y mediana —Talara—, y un par de plantas piloto sin importancia económica. Se perdió una oportunidad histórica de verdad. Tiempo después, los enormes reservorios del gas de Camisea bien pudieron haber sido explotados por la empresa del Estado, pero fueron entregados a grupos extranjeros, entre ellos una pequeña empresa argentina que hizo fortuna en el Perú gracias a nuestros recursos y a la invalorable ayuda de un asesor presidencial hoy encarcelado por corrupción en grado máximo.
Hoy, la corrupción sigue boyante en el país, la pobreza alcanza al 30 % de la población, el petróleo peruano se terminó, el gas peruano se vende a precios muy elevados, y lo que queda de Petroperú está al borde de la quiebra, si no quebrado directamente. Además, en un hecho que, si bien no sorprende, sí podría ser parte de las Tradiciones Peruanas de Ricardo Palma, algunos que se desgañitaron exigiendo su privatización total en 1994 —recuerdo, sobre todo, a periodistas que representaban entonces a los principales grupos económicos del Perú—hoy exigen que la empresa no sea liquidada: proclaman que es importante para el país y que el Estado debe seguir manteniéndola a pesar de sus pérdidas sistemáticas y su falta de viabilidad económica. Eso sí, dicen que para reflotarla (sic) se necesita que un grupo privado muy emblemático tome las riendas de su administración. ¿Le llama la atención? ¿Por qué los mismos que hace 30 años perdían la voz exigiendo su privatización quieren reflotarla hoy en día, cuando ya está en plena agonía y desahuciada?
Pero no, no seamos malpensados: es patriotismo puro, algo tardío y hasta desubicado —quién sabe—, pero patriotismo, al fin y al cabo. ¿O usted es de los que piensan que ese grupo está más interesado en beneficiarse de la compra de petróleo para cargar una refinería sin futuro, en lugar de servir a la patria? Caramba, a quién se le ocurre: ¿por qué seremos tan desconfiados?
Los artículos publicados bajo la modalidad de “Juguero por un día” no necesariamente representan la opinión de todos los integrantes de Jugo, pero se publican con el fin de alimentar debates necesarios para la construcción de ciudadanía.
Si tú también quieres ser juguero por un día, ingresa a este enlace: https://jugo.pe/suscribete/
Faltó este dato:
«Durante períodos de control estatal, la utilidad neta de la empresa ha sido negativa. Por ejemplo, entre los años entre 1986 y 1992, Petroperú acumuló pérdidas para el Estado por un total de US$ 3,920 millones (en valores corrientes).»
https://gerens.pe/blog/los-riesgos-de-la-actividad-empresarial-del-estado-el-caso-de-petroperu/