Patriotas de fantasía


Por qué es importante salvar a nuestros niños del falso patriotismo 


Hace unos días me provocó conocer el último tramo de la vía expresa de la Costa Verde, que permite, por fin, bordear junto al mar los casi veinte kilómetros de acantilados limeños que sostienen a mi ciudad desde Chorrillos hasta La Punta. El día se anunciaba prometedor, con el océano luminoso a mi izquierda y la música optimista en la cabina, hasta que poco antes del final un patrullero atravesado me obligó a desviarme: unos escolares estaban utilizando la porción de asfalto que tanto quería conocer para ensayar marcialmente sus pasos para sus desfiles de Fiestas Patrias.

Me puse de un humor terrible, por supuesto. 

Ese mismo día, sin embargo, una coincidencia logró que el malestar se convirtiera en reflexión.

Ocurrió cuando en la tarde asistí a un canal de televisión en el que tres invitados tuvimos que hablar sobre patriotismo para un programa especial que aprovechaba estas fechas.

Cuando en el estudio lanzaron la presentación del programa, unas imágenes nos mostraron distintas celebraciones en el territorio peruano, salpicadas por escolares que testimoniaban por qué amaban al Perú. Recuerdo que una hermosa niña cusqueña exclamó, levantando los brazos: ¡Yo amo a mi patria porque nací aquí!

El patriotismo, o amor a la patria, es un concepto que, al igual que “éxito”, me pone nervioso: en su nombre los seres humanos hemos sido capaces de cometer grandes atrocidades. Como patriotas se definen los políticos taimados que inician guerras en nombre de la Patria, cuando en verdad persiguen intereses personales, y también inflamados oradores que culpan a quienes no son de nuestra patria como los responsables de nuestras desgracias.

Detesto ese patriotismo exaltado, vociferante y de golpes en el pecho; y me quedo con aquel que es íntimo, sonriente y que busca los abrazos. Detesto, por lo tanto, ese patriotismo artificioso que pone a marchar militarmente bajo el sol a niños en un uniforme de colegio con la creencia de que así se forja el amor a la Patria, así como detesto que me arruinen una mañana apropiándose de un espacio público para cumplir con esa insensatez.

El amor a nuestra tierra no nace porque nos hagan marchar o aprender de memoria los nombres de los incas y la biografía de nuestros héroes caídos en batalla: uno ama a su patria porque allí conoció el amor. En el Perú conocí los olores con que evoco la protección y el cariño, y los sabores que me terminaron gustando toda la vida; conocí la solidaridad de mis amigos y la risa de la mujer amada; la lengua que comparto con mis hijas y los códigos que nos hacen cómplices: ¿acaso amo al Perú porque el cachaco de Instrucción Militar me hizo marchar para Fiestas Patrias? 

Al Perú se le ama cuando lo recorremos y sus parajes nos enmudecen, cuando constatamos el olvido hacia muchos de sus habitantes y aun así ellos nos premian con sus sonrisas, cuando una canción nos atreviesa con la mixtura de siglos de música y migraciones, y un verso de sus poetas o una historia de sus narradores nos resuena sin que sepamos la razón.

En suma, a un país se le ama cuando en él sentimos los pétalos de la plenitud.

No jodan a nuestros niños con cantaletas que para ellos están vacías de contenido. No los hagan gastar suelas marchando como soldaditos: háganlos bailar, háganlos reír, constrúyanles espacios para que sean solidarios, para que intercambien sazones, para que jueguen, para que intuyan nuestras complejidades a través de historias bien narradas. Quién sabe si así, y solo así, en el futuro tengamos más congresistas, jueces y funcionarios que pensarán más en el bienestar de su tierra antes que en sus deseos egoístas. 

El amor no se inyecta con proclamas.

El amor brota espontáneo cuando las circunstancias son propicias.


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