¿Pueden los financistas crear marcas amadas, o mantenerlas?
Ayer me reuní con algunos amigos que, por suerte, son tan agudos para la conversación como destacados en lo que hacen. Por ejemplo, mientras unos pollos se doraban dentro de una caja china, uno de ellos —que conoce de cerca el trasfondo de los medios de comunicación— nos hablaba del declive de la televisión abierta frente a la efervescencia de las redes sociales y comentó que se notaba la diferencia cuando un canal de televisión pasaba de ser gestionado por un auténtico broadcaster a ser manejado por un fondo de inversiones. Según lo que le entendí, mientras que estos últimos suelen tomar decisiones frías en reuniones alejadas de las cámaras, los primeros suelen ser apasionados observadores del talento a su cargo y del público al que se deben y estudian otras variables.
—Los fondos de inversión solo ven números en un informe —subrayó él.
—Por eso ha habido tantos despedidos últimamente —comentó otro amigo.
—Y por eso pasó lo de Bembos —se me ocurrió comentar a mí.
Los mayores del grupo asintieron, recordando seguramente los inicios de esta cadena peruana de hamburguesas. Hasta el día de hoy, cada vez que pasamos junto a la dorada fachada de un enorme casino miraflorino en la cuarta cuadra de Benavides, le repito a mis hijas que alguna vez allí funcionó el primer local de esa hoy enorme cadena, cuando a nuestro país lo flagelaban el terrorismo y la hiperinflación de los años ochenta. Gracias a la audacia de Mirko Cermak y Carlos Camino, un par de amigos universitarios, aquel pequeño local decorado con neones se convirtió en una ventana a un universo alternativo en el que los limeños que no habían caído al despeñadero podían acceder a unas hamburguesas inmensas, cocinadas al carbón, y con complementos innovadores. Durante los años noventa sus locales se multiplicaron y, cuando las fronteras peruanas se abrieron al capital extranjero, ni siquiera la llegada de McDonald’s le quitó a Bembos el liderazgo del mercado: aquella hamburguesa se había convertido en uno de los símbolos de la supremacía peruana a la hora de la comida y recuerdo que, ya pasado el año dos mil, cuando mi país buscaba desesperadamente curarse de la pesadilla inmoral del fujimontesinismo y aferrarse a cualquier motivo de orgullo, la noticia de que la cadena peruana abría un local en la India tuvo titulares en la prensa.
Me toca confesar que cuando trabajaba escribiendo anuncios, tuve la oportunidad de crearle campañas a Bembos en varias oportunidades y fui testigo de la obsesión de Carlos Camino, uno de sus fundadores, por preservar la calidad y la mitología del producto. Era un hombre que soñaba de día y noche con hamburguesas, y quizá lo siga siendo. Pero un día, el sueño empezó a terminar. Un grupo empresarial surgido de la banca le compró Bembos a los dos socios fundadores y, a la distancia, pude observar indicios de que la obsesión había cambiado de orientación.
Por ejemplo, hubo un momento en que la gran marca peruana de hamburguesas dejó de venderse junto a la gran marca peruana de gaseosas —Inca Kola— y empezó a ser expendida por un tiempo junto a una bebida extranjera sin mayor relación con la cultura gastronómica del país: en ese momento pensé que, en aras de algún buen acuerdo comercial, los nuevos gestores se habían preocupado más por sacarle réditos a su inversión al corto plazo que por mantener el relato que había hecho amada a a su marca: tal como contaba mi amigo mientras los pollos se doraban, un cerebro dedicado a las finanzas había desplazado al cerebro obsesionado con lo que se ofertaba.
Honestamente, ignoro cuál será la participación actual del mercado peruano de hamburgueserías y tampoco me he dedicado a estudiar su evolución. Presumo que Bembos debe seguir siendo líder por volumen. Pero, al menos para mi generación y la de mis hijas, también ha dejado de ser la estrella reluciente que aparecía en nuestras mentes cuando queríamos pasar un momento bonito engullendo colesterol.
La obsesión por innovar, por hacerlo diferente, por seguir una pasión, siempre genera más respeto —e incluso, cariño— que la obsesión por acumular capital.
Quizá esto sea trasladable incluso al plano de la inteligencia artificial: hoy, cualquier persona razonablemente formada puede producir un texto, un cuento o una novela si le da las instrucciones adecuadas a un sistema predictivo de lenguaje. Es decir, puede realizar una labor financieramente impecable en la relación entre esfuerzo y resultado, pero la obra obtenida será solo un reflejo de lo ya creado: solo los obsesionados con transgredir sus fronteras y las de los demás podrán decir, a la larga, que hicieron la diferencia en lugar de perderse entre lo común.
Y dudo que eso se enseñe en los cursos de Finanzas.
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