Frases célebres para una coyuntura que no debe celebrarse
Siempre he querido leer un libro sobre el origen de ciertas frases célebres, esas que las redes sociales suelen poner en cajitas con la foto del presunto autor con, la mayoría de veces, fines autoayudescos, aunque muchas veces sean atribuidas a quienes no las dijeron nunca (Borges, Bob Marley, Einstein y Oscar Wilde forman el cuarteto imbatible de lo apócrifo); o fueron traducidas, reescritas y simplificadas hasta modificarles por completo el sentido primigenio. Mi curiosidad es anecdótica: lo importante es el valor de una pepa de sensatez con la extensión de un tuit.
Un ejemplo: “Cada pueblo o nación tiene el gobierno que se merece” lo habría dicho —o más probablemente escrito— el filósofo saboyano Joseph de Maistre (1753-1821), pero no sé en cuál de sus ultraconservadores textos. La leyenda continua con André Malraux (1901-1976) rebatiendo la sentencia cuando dijo que “No es que los pueblos tengan los gobiernos que se merecen, sino que la gente tiene los gobernantes que se le parecen”. Interesante. Me voy a servir de la boutade de otro francés, el gran Victor Hugo (1802-1885), para complementar lo que quiero decir: “Entre un gobierno que lo hace mal y un pueblo que lo consiente, hay cierta complicidad vergonzosa”.
En dos días serán las elecciones regionales y municipales, y deben ser de los comicios más descorazonadores que se recuerden. Ya sé que esto se repite cada vez, pero eso no le quita verdad. A nivel nacional hay reportados 1.403 candidatos con antecedes judiciales (627 con sentencias penales, y 972 civiles; 196 registran de ambos tipos). De los 516 postulantes a gobernadores o vicegobernadores regionales hay 44 sentenciados, la mayoría por violencia familiar, de género o por pensión de alimentos. Esto por hablar de personas probadamente inapropiadas, pero a las que habría que sumar las que aún se libran de ser juzgadas, y todas aquellas que no se presentan con fines de noble servicio público sino con propósitos clientelares, aventureros o ya delictivos. Y, claro está, los ineptos y los mendaces, que son legión. Sin embargo, valdría la pena recordar que los votantes son adultos, precisamente porque se supone que estos son más responsables y conscientes de sus actos. Hoy cada ciudadano de cada parte del país tiene, a poquitos clics de distancia, la posibilidad de averiguar quién es esa gente que pretende gobernar su localidad (por ejemplo, Voto Informado, del JNE; la página de Vigilancia Electoral de la Fundación Mohme; u Otorongo Club, de La Encerrona e IDEA). Hace poco se creó una campaña acertadísima que comparaba votar con comprar un celular: si para esto uno ahorra, lee, compara, investiga, ¿por qué no hacemos lo mismo para aquello? Sería ideal que todos usáramos esas herramientas para escoger lo mejor entre lo que hay.
Por otro lado, es triste reconocerlo, pero el foco en estas páginas está en los antecedentes, asumiendo que casi todos los que aspiran a un cargo público llegan a robarnos. Para conocer y comprender las propuestas y planes de gobierno, hay que ir varios pasos más allá.
Pero para retomar el hilo de los primeros párrafos, y no quedarnos en la queja alrededor de la oferta, valdría la pena preguntarnos por qué esta es tan mala. Y cuánto de responsabilidad compartimos en ello. Por ejemplo, en Lima: ¿por qué tenemos ese póker de jókers encabezando la intención de voto? ¿Cómo llegaron ahí impresentables como Urresti y López Aliaga, Forsyth o Chehade (¡Chehade, por Dios!), además del sicalíptico Alegría? ¿Tenemos los gobiernos que nos merecemos? ¿Los limeños y demás peruanos escogemos autoridades que se nos parecen? ¿Somos vergonzosos cómplices que consienten nuestros malos estadistas?
Por supuesto no tengo la respuesta, que evidentemente no es una sola sino una miríada de complejidades sociológicas, pero como esta es una columna semanal y, en cierto modo, se espera que emita una opinión, podría soltar algunas conjeturas.
Creo que los problemas son esencialmente tres:
- El sistema de partidos políticos: no da más de sí. Mientras no exista verdadera democracia interna, persista el voto preferencial, la financiación sea brumosa y se permita que las organizaciones operen como esos chifas que de noche se alquilan para universidades, seguiremos viviendo el eterno retorno de la vergüenza ajena. A eso habría que sumar un descrédito que ya suma al menos tres décadas. Los partidos que alguna vez gozaron de señorío o, por lo menos, tuvieron un ideario, o han terminado con el prestigio por los suelos, o han desaparecido, o, simplemente han perdido su inscripción. O todas las anteriores. Lo que hay en el mercado son “agrupaciones”, “movimientos”, que muchas veces son clubes de amigos, y estos, de lo ajeno.
- El voto obligatorio. En La República Platón rechazaba la democracia de su tiempo (que era directa, no representativa) porque solía escoger malos gobernantes, propiciaba liderazgos inapropiados, provocaban la rebeldía y, tras fallar, daba paso a las tiranías. Muy familiar 2.400 años después. ¿Todos deberíamos estar obligados a ir a votar? Creo que no. Creo que deberían votar quienes quieran hacerlo. Eso implicaría que los más comprometidos y enterados serían quienes escogieran, y no todo aquel que acude por no pagar una multa. Que todos vayamos el domingo no nos hace más democráticos, solo más reacios a perder dinero.
- Nosotros. No es un problema nuevo, pero me parece que los peruanos, en lo que a preferir autoridades se refiere, basculamos entre la desidia y cierta elasticidad moral. En un mundo al derecho, primaría un imperativo ético que nos inhibiría de reelegir delincuentes, hacernos de la vista gorda, votar por el mal menor, o consentir que quienes manden roben, pero hagan obras. La indignación no pasa del teclado. Hemos visto desde hace tiempo lo que se venía para estas elecciones y, sea porque los demás problemas políticos nos tenían aturdidos, sea por simple dejadez, lo cierto es que el problema ya está aquí y nadie hizo nada para impedirlo. Ahora toca apechugar, rogar por milagros inesperados y seguir puteando en Twitter.
El panorama es desolador. A la crisis del Ejecutivo y del Legislativo, ahora se sumará, en la mayoría de regiones, el del gobierno local.
Me encantaría dar una sugerencia, un mensaje de fe, pero la verdad es que no auguro nada bueno, al menos para Lima. Lo siento.
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