No me pongas tres estrellas


¿Es justo ponerle puntaje a un libro como lo hacemos con un sándwich?


Recuerdo haber sido un chiquillo la primera vez que una pareja me preguntó cuánto la quería del 1 al 10. Le respondí que 11, por supuesto, porque, incluso a esa edad, todos sabemos que una pregunta así se trata de un juego: que es imposible evaluar numéricamente la complejidad de emociones que nos suscita una relación que se considera importante.

Es por eso que no deja de parecerme chirriante esa costumbre cada vez más presente de evaluar libros de literatura con estrellitas, como si el arte formara parte del sistema hotelero y la poesía y la narrativa pudieran ser desmenuzadas bajo un reglamento universal de metrajes y ambientes.

Pero no quiero ser aguafiestas. Al menos, no totalmente.

Entiendo que ponerle estrellitas a toda manifestación humana ya es parte irremediable de esta cultura contemporánea que hiperalienta la opinión masiva para potenciar el comercio en línea, y no niego que también puede ser divertido jugar a ser el juez de un bien o de una experiencia. 

¿Pero es válido que un crítico profesional de artes plásticas, de cine o de literatura use esos códigos? ¿Es necesario que quienes están llamados a iluminar áreas de la creación artística deban resbalar a zonas de evaluación por corazonada? 

Cierta vez le comenté esta inquietud a un amigo muy respetado dentro del periodismo cultural, y él me respondió que no le veía mayor problema a esta práctica. Intuyo que, al igual que yo, mi amigo ve con buenos ojos que la cultura no se anquilose, ni se retraiga a esquinas con telarañas por miedo a aceptar nuevas tendencias. En lo que mi amigo fue más directo es que prefería a un crítico que dejara clara su opinión, aunque se valiera de estrellas, a otro que navegara en la ambigüedad para quedar bien con todos. 

Entonces, me quedé pensando que quizá no estoy en contra de las estrellas en sí, ni de los críticos que la usan, sino que tal vez me estoy convirtiendo en un viejo que observa al mundo pasar la página sin cuestionarse por qué lo hace así. Un mundo que, por ejemplo, mide la calidad de una novela —es decir, de un universo paralelo que, en el mejor de los casos, encierra enormes complejidades—, siguiendo el mismo indicador de evaluación que un enrollado de pollo que es repartido en moto. Un mundo que le está entregando a los algoritmos la potestad de premiar los promedios en vez de alentar las rarezas.

Pero también me quedé pensando en que tal vez soy un petulante que no repara en que las personas son lo suficientemente inteligentes para matizar la diferencia que media entre las tres estrellas de un hostal y las tres estrellas de un libro en Goodreads. (A propósito de dicha red social, hace unos meses me topé con la polémica sobre un escritor que le exigía a dicha comunidad de lectores que no evaluara sus libros con tres estrellas, sino con cuatro como mínimo, porque el algoritmo lo castigaba de manera desproporcionada).

Entonces, recordando dicha polémica, creo que ya sé lo que me irrita.

Que hayamos dejado que la sociedad del consumo haya terminado por vencer a la sociedad de la reflexión, la contemplación y del placer por el arte. Y que el espiritu lúdico se juegue más en la calificación que en los argumentos.

Me apena, también, que, tal como ocurre en los sistemas educativos en decadencia, se siga fomentando la obsesión por las calificaciones en lugar de concentrarnos más en la maravilla del descubrimiento.

Y, solo para que quede claro, —después de todo, creo que sí soy un petulante— me entristece que las mentes llamadas a dirigir nuestra mirada hacia los aspectos que puedan pasarnos desapercibidos de las artes, se parezcan un poco a esa chiquilla que jugaba a evaluar nuestros sentimientos contando los dedos de las manos.


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2 comentarios

  1. Jorge Iván Pérez Silva

    Lamentablemente, vivimos tiempos de una exaltación desmedida de la frivolidad.

  2. Gustavo Rodríguez

    O el juzgamiento a la ligera.
    Gracias por el comentario, Jorge.

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