No creo en nada


¿Se puede abrazar el vacío sin caer en la contradicción?


Me pasa cada vez que me atrevo a decir que yo no creo en nada. La persona a la que se lo digo, tras pensárselo unos segundos, saca de aquello una conclusión que no coincide con lo que tengo en mente. O, peor aun, lanza una sentencia que por completo me contradice: «En algo tienes que creer». Como si esa nada a la que me refiero, más allá de mis propios caprichos, tuviese necesariamente que llevar un nombre. Trato de explicarme y de mostrarme categórico, pero las réplicas suelen ser las mismas y la conversación se vuelve muy confusa en muy pocos pasos, hasta que me veo forzado a volver al comienzo y repito que yo no creo en nada, lo que por alguna razón provoca que todos acabemos molestos en secreto. A nadie le gusta no entenderse con el otro.

Lo que parecía la alternativa más simple cuando decidí alejarme de toda religión y superstición comprueba ser sumamente difícil al momento en que intento alinearme con el resto. Sucede con amigos cercanos que se consideran ateos pero recurren a los signos zodiacales para explicarse la vida. Sucede con L, que siempre disfruta de contarles a los demás sobre aquella primera cita en la que le dije que yo no creía en el amor. Su victoria son las miradas que me caen encima, acorralándome como si yo fuera el tipo más desalmado de la reunión, la frialdad hecha persona, el aguafiestas de nuestra gran historia romántica. A mí me parece lo contrario, por supuesto: «te amo aunque no crea en el amor. ¿Hay algo más romántico que eso?».

No creer en algunas cosas hace de ti un sujeto lúcido, pero no creer en nada te convierte en un insoportable. Procuro esconderlo. Recuerdo, por ejemplo, los meses en que viví en Pisac, un pueblo clavado en los Andes donde conviven creencias locales y creencias extranjeras, muchas veces en plena contradicción. Me atraparon allí los tiempos pandémicos, así que a ese mix se sumaron además peligrosas ideas sobre el virus y la pandemia. Para mezclarme sin atraer mala onda, no le conté a nadie lo que yo pensaba, las vacunas que me había puesto, mi nulo interés en las ceremonias, el vacío espiritual que me definía. Pero ya casi llegando al final de mi estadía decidí confesárselo a unos pocos amigos. Su conclusión: «cada uno es espiritual a su manera».

Tampoco en la ficción encontré consuelo. A casi un año desde que publiqué una novela en la que me serví de diversas teorías conspirativas, cada tanto me llegan mensajes de lectores que resuenan con ella pero sobre todo con su volada:posibilidades que yo planteé como fantásticas pero que ellos consideran probables. «He estado teniendo pesadillas con eso que escribiste», me dicen. «Creo que le has dado en el clavo a algo que quizás sí sea real». Agradezco el entusiasmo, pero en el fondo me escuece la desolación del incomprendido.

En una línea que podría parecer opuesta pero que acabó siendo más bien parecida, recuerdo a un tipo muy occidentalizado que hace poco conocí en una parrillada. Vivía en el Valle Sagrado y, al igual que yo, se sentía bastante ajeno a todas las creencias que lo atraviesan. Compartimos algunas experiencias, parecíamos andar en lo mismo. «Es que yo no creo en nada», me dijo, y después añadió lo inesperado: «Ni siquiera creo que el hombre haya llegado a la Luna». Vi en sus ojos la locura y me pregunté si acaso los demás han visto algo parecido en mí.

También me ha pasado tomándome una cerveza con amigos científicos, personas que pasan sus días metidas en un laboratorio. Al hablar de falsas creencias, al explicarles que yo, tal como ellos, solamente creo en eso que se pueda probar, he sido testigo de respuestas que me descolocan: «es que la ciencia tampoco funciona así; no es tan exacta como crees». Entonces he perdido piso, pero a la vez, de una forma paradójica, he reafirmado mi convicción.

Yo no creo en nada.

Ni en ningún dios, ni en el alma, ni en la vida después de la muerte, ni en los signos, ni en los planetas, ni en el amor, ni en el fútbol, ni en el trabajo, ni en el arte, ni en la literatura, ni en las buenas intenciones, ni en el karma, ni en el destino, ni en la suerte, ni en las coincidencias que son más que simples coincidencias. Y, al parecer, tampoco en la ciencia. Llevo largo tiempo entregado al abismo, en cuyo fondo sé perfectamente que no hay nada. Solo a veces, en la oscuridad perfecta que se planta frente a mí aquí en el campo, me parece ver o escuchar cosas, y entonces pienso que a lo mejor me equivoco. La duda no permanece más que un instante. Pues ante ella yo también tengo mi réplica. No creo en nada. Ni siquiera en mí.


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2 comentarios

  1. Jorge Iván Pérez Silva

    Descartes escribió que «Pienso; por lo tanto, existo» era un principio que su duda no podía atacar. Quizá tu escepticismo tampoco.

  2. Luis

    Ya comenté pero no veo el texto.
    En resumen, es posible no creer en muchas cosas pero no en todo. Por lo menos no concluir con no creer en si mismo. Piensas, luego existes

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