Siempre hijos de alguien


Sobre una novela recién publicada y la culpa que sentimos con nuestros padres


Mamita es la última novela de Gustavo Rodríguez y, como su título lo sugiere, está dedicada a la relación madre e hijo. En ella, un escritor se da cuenta de que su madre está por cumplir noventa años y, como ella misma le confiesa, ya no le quedan fuerzas ni ganas para leer muchos libros. El tiempo, implacable, ha hecho su trabajo: la madre ha envejecido y el escritor descubre que está en deuda con ella, porque nunca escribió el libro que le había prometido sobre sus orígenes.

A pesar de haber viajado hasta Iquitos para escarbar en la vida de su abuelo materno —un importante empresario que prosperó durante el boom del caucho amazónico—, la complejidad del personaje, el temor a no encontrar el tono adecuado para satisfacer las expectativas de su madre o, simplemente, la vida misma, lo desviaron del proyecto, que quedó inconcluso. Mamita recoge entonces el esfuerzo de un hijo por cumplir el deseo de una madre cada vez más frágil, más vulnerable.

Ese es el punto que vuelve la novela original y, a la vez, profundamente familiar. Aunque su título remite a la figura materna, Mamita no se adentra en los dilemas de la maternidad, sino que retrata con agudeza la culpa de los hijos. El protagonista, bien delineado, se lamenta por no haber prestado suficiente atención a su madre. Se reprocha visitarla solo una vez por semana, y aunque se preocupa por ella y se ocupa de su manutención, siente que no hace lo suficiente para demostrarle cariño. Con humor y sin dramatismos innecesarios, el personaje enfrenta sus egoísmos, su pereza emocional, y trata —aunque sea tarde— de corregir el rumbo.

En esta novela, Rodríguez vuelve sobre temas ya explorados en obras anteriores. Como en Cien cuyes, nos invita a mirar la vejez de frente, sin adornos, y nos plantea preguntas incómodas sobre cómo afrontar el deterioro de nuestros seres queridos. Nos confronta con la realidad de estas nuevas ancianidades, más largas y más demandantes que las que enfrentaron nuestros padres. El mundo ha cambiado, y con él los roles tradicionales en las familias: las hijas ya no se quedan necesariamente al cuidado de los padres, porque ellas también trabajan. Las familias son más pequeñas, y hay menos personas con tiempo y recursos para encargarse de los mayores.

Resulta llamativo cómo en las ciencias sociales o en la psicología abundan estudios sobre las nuevas maternidades y paternidades, impulsadas por los avances en los derechos de las mujeres; pero poco se habla del papel que nos toca como hijos en este nuevo orden social. Es un tema que parece agazapado, esperando ser discutido sin tapujos. La pandemia, por ejemplo, arrasó con cientos de ancianos en casas de reposo en países como España, y dejó una especie de culpa colectiva y silenciosa que aún pesa sobre los deudos y la sociedad en general.

Mamita no es un manual sobre cómo resolver el dilema de la vejez de nuestros padres, ni ofrece fórmulas para esquivar la culpa de no tener tiempo para ellos. Su mayor acierto está en que pone el foco en la “hijez”, esa condición universal que compartimos todos. A veces olvidamos que no todas las mujeres son madres, ni todos los hombres son padres; pero absolutamente todos los seres humanos somos hijos de alguien. Y esa condición, tan natural como inevitable, está llena de retos, contradicciones y complejidades.


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