Un escrito confesional para quien ya ha migrado, o está a punto de hacerlo

José Miguel «Timmy» Icochea es el productor de Jugo. Es también director de producción y especialista en eventos, con amplia experiencia construyendo ideas que conectan personas. Está enfocado en la estrategia, los contenidos y el desarrollo de experiencias para marcas, instituciones y públicos diversos.
Dejó Lima hace cuatro años y actualmente vive en Madrid.
Más de 280 millones de personas caminan hoy lejos del lugar donde nacieron. En España, cerca de 7,5 millones se hacen oír con un acento distinto, con recuerdos que cruzaron fronteras. Son cifras, sí. Pero detrás de cada número hay una historia: un mapa hecho bolita, una despedida que no termina, una vida entera intentando encontrar su sitio en otra.
Aquí intentaré explicar la mía.
Hay decisiones que se toman con el corazón lleno de planes, y hay otras que se toman porque no queda otra. La mía fue de las primeras: empezar de nuevo a diez mil kilómetros de mi ciudad, romper con todo lo que conocía antes de que el mundo se encerrara por completo. Lo decidí antes de que estallara la pandemia, cuando aún era posible imaginar que las cosas iban a salir como uno las planea. Pero llegó el virus y, con él, todo lo que ya sabemos: el silencio de las calles, el cierre de negocios, las fronteras selladas, los abrazos a distancia. El proyecto que debía ser mi sustento en esta nueva ciudad se hundió antes de zarpar y, en lugar de un comienzo firme, me aferré a maniobras para mantenerme a flote. No era la vida que había imaginado, pero era la que había.
Me costó unos años encontrar una nueva ruta. Probé caminos, junté piezas, pedí ayuda. Me alié con personas que, al menos sobre el papel, podían cubrir lo que a mí me faltaba. Volví a construir un plan. Volví a intentarlo: para bien o para mal, siempre he sido de los que insisten. De los que, cuando todo se derrumba, barren los escombros y se vuelven a levantar.
Y sin embargo, algo no encajaba.
Cada pequeño triunfo tenía sabor a soledad. Porque mientras trataba de rehacerme por fuera, por dentro seguía arrastrando vacíos. Había dejado atrás no solo mi ciudad, mi familia y a mis amigos, sino también el amor. No fue una ruptura estrepitosa, ni siquiera fue oficial al principio. Fue un abandono lento, inevitable, lleno de promesas que ya no se podían cumplir. Él se quedó allá, en la vida que compartimos. Y yo, aquí, sin más ancla que mis ganas de avanzar. Lo que al principio sentí como una pérdida insoportable, con el tiempo se transformó en una despedida necesaria. Como soltar una cuerda que te ataba a un puerto que ya no existe.
Migrar es también eso: volver a colocar los afectos en otro lugar. Reubicar los amores, redibujar los vínculos, intentar pertenecer en un espacio que no es del todo tuyo. Aprender a caminar sin que nadie te llame por tu nombre. Repetirte que el acento no es una falla, sino una huella.
Ahora, al final de mi cuarta década, tengo la sensación de estar empezando otra vez. No con la energía de los veinte, ni con la seguridad de quien lo tiene todo claro. A veces me siento fuerte. A veces, no tanto. Se me escapan preguntas como quien suelta aire: ¿vale la pena? ¿Era este el camino correcto? ¿Por qué, si todo parece estar saliendo bien, me siento tan mal?
Me aferro a quienes no debería. Me enamoro del reflejo de lo que busco. Sobrepienso, me juzgo, me canso. Y aun así, me levanto. Porque eso también lo he aprendido: que vivir no siempre es avanzar. Muchas veces, vivir es resistir. Es sentarse en medio del camino, mirar alrededor, respirar hondo y volver a ponerse de pie. Incluso cuando no hay un mapa.
Durante la pandemia todos hablaban de reinventarse como si fuera un acto voluntario, hasta glamuroso; como si el cambio no doliera, como si no costara. Odié esa palabra. La odié con fuerza. Y sin embargo, aquí estoy, maldita sea: reinventándome. Ahora me pregunto si alguna vez se aterriza del todo. Si uno puede reinventarse sin sentir nostalgia del que fue. Si dejar atrás un país implica también aprender a habitarse desde otro lugar. Porque sí, hay momentos en que me siento fuerte. Pero también hay días en los que no me quiero levantar. Días en los que duele el cuerpo de tanto extrañar.
No escribo esto como una catarsis, sino como una especie de testimonio para darme valor. Una bitácora para quien haya sentido algo parecido, y para quien esté pensando dejar su tierra. Como ven, no tengo respuestas, ni cierres, ni moralejas; solo la certeza de que la migración no es un acto: es un proceso. Y que, a veces, la mayor forma de valentía es seguir caminando, aunque no sepas del todo bien hacia dónde vas.
Esto no es un final. Al contrario, es el inicio. Otro inicio.
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