¿Tiene sentido seguir hablando de progresistas, conservadores y libertarios?
La política está llena de contradicciones, pero pocas son tan evidentes como las que surgen cuando la lealtad a una tribu prevalece sobre la coherencia de las ideas. Más que principios ideológicos, muchas veces lo que define en un debate político la posición de una persona es la pertenencia a un grupo, donde la racionalidad y la consistencia pueden quedar en segundo plano. Así, la política, más que en un ejercicio de deliberación y principios, se convierte en un campo de batalla donde la identidad pesa más que las ideas que supuestamente la sustentan.
Pongamos algunos ejemplos.
Muchos sectores progresistas han construido su identidad en torno a la defensa de los derechos humanos, la democracia y la justicia social. Sin embargo, cuando se trata de la dictadura chavista en Venezuela, una parte de la izquierda prefiere mirar hacia otro lado. Pareciera que la crisis humanitaria, la represión de la disidencia, la captura de todo el Estado y el colapso económico pasan a un segundo plano cuando el régimen se declara antiimperialista.
La evidencia de lo que ocurre en Venezuela es clarísima. Reportes de organismos internacionales denuncian prisiones arbitrarias, torturas y persecución sistemática a opositores. No queda una sola institución pública que no se encuentre subordinada al régimen que lleva en el poder veintisiete años. A pesar de esto, ciertos sectores progresistas minimizan la gravedad de la situación con justificaciones que van desde «es culpa de la oposición fascista» hasta que «es una democracia distinta».
Lo irónico es que estas mismas personas no titubean en condenar con dureza a dictaduras de derecha o autoritarismos en otras latitudes. En América Latina, la derecha autoritaria ha dejado una estela de violaciones a los derechos humanos, y es correcto denunciarlas y recordarlas. Pero, ¿por qué la izquierda no puede aplicar el mismo estándar cuando el autoritarismo viene de sus propias filas? ¿Cuántos de los proclamados antifujimoristas se hubiesen vuelto naranjas de haber sido el de Fujimori un gobierno autoritario, pero de izquierda?
Pero vayamos ahora al otro extremo del espectro. Los sectores conservadores suelen presentarse como los guardianes de la moral, la familia y los valores religiosos. Son los primeros en saltar para pedir que se retiren de las bibliotecas los libros cuyos temas no consideran aptos para adolescentes, o en exigir que se censuren obras de teatro que afectan su frágil sensibilidad religiosa. Sin embargo, cuando surgen denuncias de abuso de menores en grupos católicos, la reacción es tibia, si es que hay alguna. Se prioriza «no hacer daño a la institución» antes que la justicia para las víctimas. Aquellos que denuncian la «decadencia moral» de la sociedad moderna terminan encubriendo los crímenes abominables de sus propios líderes.
En nuestro país, ¿cuánto tiempo pudo actuar el Sodalicio de Vida Cristiana con total impunidad bajo el manto de protección de los sectores más conservadores, pese a todas las señales de alerta? ¿Por qué tantos decidieron mirar a otro lado? ¿No deberían ser los primeros en exigir justicia si realmente creen en los valores que proclaman?
Ahí no acaba la cosa, podemos seguir avanzando por el espectro ideológico. Los libertarios han hecho de la defensa del libre mercado su bandera. Se oponen a la intervención estatal, a los impuestos y a las regulaciones. Sin embargo, cuando un gobierno con un discurso antiizquierda impone políticas estatistas que van directamente contra el libre comercio, o propone incumplir contratos ya firmados, muchos libertarios deciden callar. De repente, la coherencia económica se vuelve flexible si el presidente en cuestión es visto como un aliado en la «batalla cultural» contra el progresismo.
Esta doble vara no es exclusiva de la política nacional. En Estados Unidos, por ejemplo, estamos viendo cómo el Partido Republicano ha pasado de ser un abanderado del libre comercio a un partido que defiende aranceles y barreras comerciales si estas benefician la agenda de su líder.
Estas contradicciones nos recuerdan que, para muchos, la pertenencia a un grupo pesa más que la coherencia. Cuando la realidad entra en conflicto con las simpatías políticas, el criterio de algunos no es la racionalidad, sino la lealtad a su tribu. La verdadera prueba de integridad no es defender lo que nos conviene, sino sostener nuestras convicciones incluso cuando van en contra de nuestras afinidades políticas.
Esto no significa que no puedan existir matices. Es legítimo considerar el contexto de cada país, la historia de las relaciones internacionales y los intereses en juego. Sin embargo, hay principios que no deberían ser negociables: los derechos humanos no son de izquierda ni de derecha, la justicia no debería depender de quién sea el acusado, y el compromiso con la democracia y la libertad deberían ir más allá de quién esté en el poder.
Al final, si lo que predomina es la lógica tribal, lo único que queda es un juego de poder y alianzas, donde las ideas son solo una excusa para atacar al adversario de turno. La política deja de ser un espacio de debate y se convierte en un concurso de lealtades. En ese contexto, la verdad importa poco y la coherencia aún menos. ¿Tiene sentido seguir hablando de progresistas, conservadores y libertarios, o son etiquetas que nos distraen de lo que realmente está pasando?
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