La toma paulatina de las instituciones y la indiferencia hacia las realidades más pobres, han puesto —de nuevo— al país entero en juego
Andrea Ortiz de Zevallos (Lima, 1978), estudió filosofía y es autora de los libros «La mudanza imposible» (Random House, 2018) y «Madre de Dios» (Tusquets, 2024). Es directora de la ONG Despensa Amazónica, donde trabaja en proyectos productivos y de investigación, que buscan unir los insumos y la cultura de las comunidades amazónicas con la gastronomía profesional.
Somos los olvidados.
Fue imposible no pensar en la película de Buñuel cuando se presentó de esta manera un hombre joven, luego de levantarse y pronunciar con voz firme esta dura y lamentable sentencia. Estábamos conociéndonos aún, en una reunión que habíamos promovido para evaluar los productos de esta comunidad amazónica y ayudar a conectarlos con el sector gastronómico.
“El olvidado” estaba en la esquina del aula escolar que nos habían prestado durante el recreo de los niños para intercambiar ideas con los moradores de la comunidad de San Martín, en la Reserva Nacional Allpahuayo Mishana, Loreto. No era un aula, en realidad, era una escuela primaria multigrado que transcurre dentro de una sola habitación, con alumnos de varias edades a cargo de una misma profesora.
Río abajo, más temprano, en el puesto de vigilancia Yarana, habíamos visto cómo la policía ambiental incautaba galones de gasolina y detenía a los tripulantes de una embarcación que iba hacia la zona de la minería ilegal en el río Nanay. Un par de meses antes, luego de intensas protestas ciudadanas con carteles que mostraban en alto frases como “¡Basta a un estado cómplice e indolente con el Nanay!”, se logró revertir una concesión minera que el Ingemmet (Instituto Geológico, Minero y Metalúrgico del Perú) había otorgado en el río que abastece de agua a buena parte de la población de Loreto. Es decir: nuestras autoridades habían dado su venia. “Si ese río se llena de mercurio, quinientas mil personas se quedan sin agua sana, incluyendo a Iquitos”, me comentó un guardaparques, durante nuestra travesía fluvial.
Entretanto, las comunidades que visitamos —que están a dos o tres horas de navegación desde Iquitos— no tienen servicios básicos, ni señal de celular ni de internet, mientras los mineros ilegales —gracias al Starlink de Elon Musk que ellos sí pueden pagar— monitorean a los guardaparques y a la policía ambiental, de tal manera que son capaces de rastrear los operativos antes de que estos lleguen a intervenir las dragas, esas máquinas que arrastran el material que contiene oro y deterioran los lechos de los ríos. Y más: algunas dragas han sido equipadas con dispositivos que les permiten inundarlas y sumergirlas en el río ante la cercanía policial, para luego rescatarlas con poleas hacia la orilla y así evitar que sean decomisadas.
Detengámonos en esto: son los mineros ilegales quienes tienen los recursos, la tecnología y los mecanismos para monitorear y combatir a las autoridades, no al revés.
¿En el bando de quién está quién?
Yo solo repito preguntas obvias que ya se hicieron. Las hemos hecho hasta el cansancio. Hemos contado estas historias hasta el cansancio. Hemos visto estas realidades hasta el cansancio.
Ahora veo, con cierta esperanza, a grupos empresariales tratando de hacer cosas nuevas, agremiándose con ojos más abiertos, y mi naturaleza ingenua me hace mantener cierta expectativa de que finalmente puedan reconocerse, a todo nivel, las consecuencias de tener políticos —de izquierda o de derecha— que, “para gobernar”, desarticulan las instituciones.
Veo a representantes de la clase dominante tradicional —¿hoy antigua?— recién pensar en que las instituciones (¡ups!), sí eran importantes. Que destituir al Congreso y tirarse abajo al Tribunal Constitucional no era chancay de a veinte. Que sí es grave socavar las instituciones, aunque quien lo haga sea “de tu lado”, porque eso abre una puerta por la que años más tarde entran iniciativas que (¡ups!) ya no son “de tu lado”, y hoy es claro que ese tipo de trasgresión se ha multiplicado a diestra y siniestra —literalmente, en el espectro político—.
¿Cómo hacemos ahora para cerrar esa puerta que nunca debió abrirse?
Y ahora, que las economías ilegales ya están llegando a las ciudades, recién se aborda con mayor conciencia el problema —recién ahora, cuando leemos Semana Económica y corroboramos que el poder en el Perú ya está seriamente en sus manos—.
Más vale tarde que nunca.
La situación de “los olvidados” lleva toda la vida. Lo nuevo es que de ahí se están agarrando estas economías criminales para justificarse. Ya no con el discurso ideologizado del terrorismo, sino con el discurso de las oportunidades del mercado y el empleo. Y este discurso, después de la pandemia, se ha profundizado. Y entonces vemos, con horror —pero con muchísimo retraso— que parte de la criminalidad está dejando de ser ilegal porque varias instituciones del Estado están intentando normalizar y proteger varias prácticas criminales. Vemos en los medios, todos los días, que las economías ilegales tienen el apoyo de muchas autoridades, que se han convertido en dueñas de los negocios más rentables y que son importantes empleadoras y financistas. Algunos dirán “¡fue Castillo y su gente!” Por supuesto que ellos remataron, pero este problema es anterior, y tiene origen en la vista gorda —o incluso en el aplauso— sobre incontables iniciativas que desbarataron el estado de derecho, poco a poco, pero de manera sostenida, y que eran pasadas por agua tibia cuando venían “del lado correcto”.
¿Nos hemos preguntado qué distinciones no hicimos a tiempo? ¿Qué implicaban las transformaciones del sistema político? ¿Qué sectores del libre mercado requerían cierta regulación para prevenir que las malas prácticas se extiendan, justamente, a través de su potencia imparable? ¿Qué peruanos se han sentido tan olvidados que ahora son fuerza disponible para economías criminales que se promocionan como las nuevas generadoras de empleo? ¿Cómo hacemos para tener un proyecto de Nación que los incluya? Y, también: ¿alguna vez será posible compartir criterios colectivos que nos hagan salir a marchar cuando se amenaza nuestra institucionalidad, ya sea que lo haga la izquierda o la derecha?
No hemos sido capaces de establecer distinciones básicas y ahora no sabemos cómo detener los criterios ultra flexibilizados que se metieron —con gran oportunismo— ni siquiera por la ventana, sino por la puerta principal de nuestras propias instituciones.
Ups.
En cuanto a la minería ilegal en la Amazonía —sabemos que ya se extendido por todo el país, que hoy no es un problema exclusivo “de la selva”—, es lamentable pero cierto que los mineros están logrando doblegar voluntades de muchos “olvidados”, peruanos que en verdad quisieran contar con recursos para proteger el bosque, su bosque, personas cuyas culturas guardan conocimientos únicos y que quisieran evitar que sus ríos se contaminen, que sí quisieran poder darse el lujo de pensar en las siguientes generaciones, que necesitan que sus hijos se alimenten de esos peces, pero que a la vez están desesperados y encuentran muy poca ayuda: peruanos que, igual que en la película de Buñuel, ya no dan más.
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Es notable la manera como las nuevas autoridades han renunciado incluso a la simulación de que los mueve el bien común y algún tipo de proyecto nacional. Todavía Castañedas y Acuñas «…pero hacían obra». El proyecto reducido al cemento pero todavía proyecto. Ahora la pantalla ha caído y es imprescindible mostrar y repetir las consecuencias del contragobierno a quienes les pareció que fluía del lado de sus inclinaciones liberales.