Un perspicaz lector de narrativa latinoamericana se pregunta desde España si no estará cumpliendo el cómodo papel de turista del horror.
Enrique Benítez Palma es economista. Ha publicado artículos y reseñas literarias en la revista Quimera, en el grupo Prensa Ibérica y, ahora, en Otra Parte.
La lectura en pocos días de los últimos libros de Enmanuel Grau (El fin de los tiempos) y de Augusto Effio (Nuestros venenos) me ha vuelto a invitar a pensar en lo que espera un lector español de la literatura peruana. Es una idea recurrente, que se remonta al entusiasmo y la diversión que sentí al leer esa barbaridad sucia y políticamente incorrectísima que escribió J. J. Maldonado (El amor es un perro que ruge desde los abismos, cuya tirada fue tan solo de 340 ejemplares), en contraste con una cierta desilusión al abordar el brillante libro de relatos de Leonardo Ledesma Watson (Barrio laberinto), o las expectativas inflamadas con las que fui a comprar y leer de inmediato la estupenda novela ganadora del Premio Alfaguara 2023, ¡peruana!, escrita por Gustavo Rodríguez y titulada Cien cuyes.
Hay otros ejemplos y otros nombres propios: Santiago Roncagliolo, claro, pero también Alonso Cueto, Martín Roldán, Claudia Salazar Jiménez, Katya Adaui, Diego Trelles o Jorge Eduardo Benavides. En la literatura peruana parece que espero encontrar siempre a Sendero Luminoso, a Alberto Fujimori, a Abimael Guzmán, a Alan García, los nombres comunes de aquellos años adolescentes de formación y descubrimiento, cuando los periódicos y otros medios informativos aún ofrecían una cobertura estable y solvente de aquellos conflictos globales —cínico eufemismo— que apenas suponían una amenaza para nuestra cómoda vida de provincias en España.
Así que existe un patrón en mis lecturas de autores peruanos: quiero a Sendero, quiero sangre y crueldad, quiero guerra sucia, sufrimiento y sordidez, violencia y dolor. Quiero recorrer los bajos fondos de Lima, las catacumbas de las torturas y los secuestros, quiero sentir el miedo, oler la pestilencia de los barrios olvidados por los que se escondían los terrucos. Quiero jerga, quiero palabras peruanas, pero también sexo sin pudor y encontrar ese realismo sucio y veraz, machista e impertinente, que hoy por hoy parece impublicable en España. Quiero volver a leer esos topónimos imborrables —Huancavelica, Huancayo, Ayacucho— grabados en la memoria de quienes seguimos desde la distancia aquellos años salvajes de terror y padecimiento. Quiero, en definitiva, que los libros escritos por autores del Perú me sigan transportando a ese paisaje feroz y superado de los 80 y 90, esos años de balas y dinamita, cuando nadie estaba a salvo, cuando el miedo era permanente, la muerte esperaba a la vuelta de la esquina y todos fueron con todo para ganar una guerra atroz que destruyó un país.
Me digo a mí mismo, por fin, que se trata de una lectura miserable: es la mirada del lector que se sabe a salvo, la perspectiva sórdida de quien nunca ha tenido miedo ni ha sentido que lo que le rodea puede ser destruido. Es, más que una mirada colonial y condescendiente, una mirada carente de respeto, que busca la autenticidad de unas emociones primarias que surgen de momentos reales y brutales de sufrimiento y dolor. Pensando en esto, he recordado a esos cooperantes de buena fe que penetran en la oscuridad solo porque saben que van a regresar sin daño, que se trata de una excursión sin peligro, un free tour a la periferia del abismo en cuyas profundidades aún podrían escuchar —si prestaran atención o tuvieran interés— los aullidos animales de los torturados y de los asesinados. Una lectura cómplice con el mal, ajena a cualquier tipo de compasión o de misericordia, que quizás solo busca hurgar, más que saber, o pasar un buen rato más que entender. ¿Qué diferencia hay entonces con el turista del horror, que viaja porque hay que hacerlo a los lugares más espantosos de la historia de la humanidad?
Toda autocrítica seria debe ir acompañada de una rectificación, de un cambio. ¿Cómo dejar de ser ese lector cooperante, ese lector turístico que decide dar un paso más allá solo porque sabe que es transitorio y que va a salir indemne? ¿Cómo volver a leer toda esa literatura, testimonial o no, con otra mirada, más empática, menos ajena, más comprometida, con menos prejuicios? A propósito de la escritura, Hemingway le reclamaba a los escritores sentido de la justicia. ¿Y qué pasa con los lectores? ¿Quién educa al lector? ¿Quién despoja al que abre un libro de sus prejuicios, de sus atavismos, de su ideología, de sus convicciones, de —en mi caso particular— ese andamiaje mental construido durante los últimos coletazos de la Guerra Fría, pero firmemente anclado en esa dialéctica y en esas circunstancias históricas?
Se trata de desaprender y de seguir leyendo, con otra mirada más limpia y siempre con sentido crítico hacia lo que uno mismo espera de los libros y de la literatura. Tomar conciencia del material —ideológico, iconográfico— que compone nuestros cimientos. Está por escribir el tratado universal del lector honesto, pero cada lectura que nos haga pensar y descubrir algo nuevo, cada página que nos permita saber un poco más de nosotros mismos, cada párrafo que tenga la capacidad de hacer aflorar nuestras más íntimas y escondidas contradicciones puede formar parte del manual de instrucciones que estábamos buscando. Esa es la grandeza de la literatura, y también su gigantesca responsabilidad.
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Magnífica reflexión. Me ha encantado eso del lector turístico del horror. Nos enganchan las emociones fuertes, y ahí la literatura iberoamericana es inagotable por desgracia…o por suerte? Nooooo, nunca por suerte. Pero el horror también tiene que ser contado, para no sufrir en soledad
Muchas gracias por tu comentario, Eva. En efecto, creo que es necesario pensar sobre lo que buscamos al abrir un libro y lo que hay de realidad, a menudo brutal, detrás de las páginas que, como lectores, nos hacen permanecer pegados a él. Un saludo!
Uno de los mejores jugos que he leido en meses. Muchs gracias, Enrique.
Y el guante, a varios
Delicioso leerle y realizar, también desde España y de su mano, ese recorrido por la narrativa del Perú del horror. Quedo a la espera de leerle como autor del Tratado Universal del Lector Honesto.
Felicitaciones, don Enrique, por esa contribución al TULH (Tratado Universal del Lector Honesto). Abrazos.
Enhorabuena por el artículo, es un baño de realidad para todos aquellos que hemos abordado literaturas de otras latitudes con las gafas eurocéntricas y cortas de miras. Acepto el reto que nos manda Enrique Benitez y le conmino a escribir él ese futur Tratado del lector honesto (puede empezar inspirándose en su propia experiencia).