¿El fin del mundo se acerca? ¿O acaso somos nosotros quienes insistimos en acercarnos a él?
Quizás no me equivoque tanto si afirmo que quienes consumimos ficciones distópicas casi siempre lo hacemos buscando la lección. Miramos una película o leemos una novela acerca de la destrucción del planeta o de la humanidad, y nos preguntamos si en ella se encuentra la clave para esquivar la hecatombe. Buscamos la denuncia de su autor, ese ojo lúcido que tiempo atrás logró ver que nuestro futuro no avanzaba por buen camino. Sentimos afinidad con quienes usaron la escritura para mostrarnos las consecuencias de cierta voracidad colonizadora —como Ray Bradbury, en Crónicas marcianas— o con aquellos que anticiparon el retroceso de los derechos de las mujeres —como Margaret Atwood, en El cuento de la criada—, y nos convencemos, si acaso no me equivoco, de que esas ficciones, aparte de ser preciosas, también son herramientas. Es decir: nos alertan, ayudan al mundo a abrir los ojos, a reaccionar, a recular pronto, antes de que sea demasiado tarde.
En el pasado Hay Festival de Arequipa, la mesa que compartí con el estupendo escritor Edmundo Paz Soldán trataba, en parte, sobre aquello. Él acababa de publicar Área protegida, una novela notable y ambiciosa en la que el avance del cambio climático deriva en la inundación sin freno de una comunidad de la Amazonía boliviana, y yo, una que —a entender de casi todos— retrata los peligros contemporáneos del internet.
(Escribo a «entender de casi todos» para recordarme que de ninguna forma fue esa mi intención al escribirla. La novela salió de mí a partir de algunas intuiciones sombrías, pero sobre todo bajo la orden de inventar y contar lo mejor posible una historia. Después, una vez publicada, tuve que preguntarme qué cosa había hecho y entonces, claro, descubrí que la novela sugería una visión de las tecnologías digitales que no era, en absoluto, alentadora).
Patricia del Río, moderadora experta, supo hallar los vínculos entre ambas novelas, y por supuesto no tardó en hacer la pregunta de rigor: ¿qué papel pueden cumplir las distopías al momento de comprender o de intentar cambiar la realidad? Cuando fue mi turno de responder, comencé disculpándome por evadir un poco la pregunta, pero es que justamente hace ya buen tiempo que vengo intentando hacerla a un lado. Me explico: si bien realidad y ficción se encuentran inexorablemente ligadas —los libros se escriben en este planeta; los autores somos personas que lo habitamos—, no comparto ese extraño consenso, cada vez más generalizado, que dicta que las ficciones solo ganan su lugar en el mundo en tanto nos digan algo acerca de él. O peor: que un libro es valioso siempre y cuando podamos darle un uso.
Yo leo y escribo literatura mientras intento recuperar la idea antípoda: que la ficción pueda, ojalá, no servir para nada.
Sumado a eso, existe la posibilidad de que sus efectos sobre la realidad lleven encarnada una trampa.
Esa tarde en el Hay Festival yo debía hablar sobre distopías con Edmundo y Patricia, pero al día siguiente tenía también programada una charla sobre utopías con el investigador vasco Ekaitz Cancela y el artista y activista británico-musulmán Hamja Ahsan, ambos autores de libros brillantes: Utopías digitales y Tímidos radicales. Aunque en la forma sus publicaciones no podían ser más distintas —la primera, un ensayo largo acerca de la relación entre capitalismo y tecnología; la segunda, una especie de falso documental que relata la creación de un estado especialmente diseñado para personas introvertidas—, las dos coincidían en algo: ciertas narrativas nos están robando la capacidad de imaginar cómo podría verse el futuro fuera de un marco capitalista-neoliberal.
Quizás no me equivocaré tanto si afirmo que, en el imaginario colectivo de Occidente, existen principalmente dos ficciones acerca del mañana. Por un lado, la ficción política de cierta derecha necia que niega el calentamiento global, o que, si bien lo admite, niega que el capitalismo actual y sus tecnologías desbocadas estén llevándonos cada vez más rápido hacia la destrucción del planeta y de nuestra humanidad. Y, por otra parte, la ficción narrativa que nos pone al frente las consecuencias de ese sistema en el que vivimos. La impresión habitual es que estas dos ficciones constituyen visiones opuestas del futuro: aquella que niega el desastre y aquella que lo lamenta.
Ahora bien, si acaso entendí correctamente a Ekaitz y a Hamja, puede que en realidad esas dos visiones no estén haciendo sino reforzar un mismo paradigma, aquel que podemos sintetizar en la frase que se atribuye simultáneamente a los filósofos marxistas Fredric Jameson y Slavoj Zizek: «Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo». En otras palabras, hemos naturalizado tanto el capitalismo que se ha convertido en una condición de existencia, al punto de que incluso nos permitimos pensar en el fin de esa existencia antes que en su propio fin. En ese sentido, mientras las distopías nos alertan sobre el oscuro futuro, a su vez son incapaces de ofrecernos cualquier otro desenlace. Lo utópico se desdeña y el pesimismo se convierte en el espíritu de la época.
Y no solamente eso.
Si insistimos en detenernos sobre los efectos de la ficción en la realidad, cabe preguntarse si quizás las distopías —hegemónicamente pesimistas al momento de visualizar el futuro— no estén precisamente prefigurando ese porvenir, volviéndolo inminente a punta de haber secuestrado nuestra voluntad de imaginar una salida.
Hay una historia que una vez alguien me contó, una especie de fábula. Hace tiempo, en una ciudad, apareció un día cierto tipo que decía ser adivino. La gente, escéptica, le pidió pruebas de sus poderes de adivinación, y en respuesta el adivino dijo: “mañana, se acabará el papel higiénico”. Al principio, nadie le creyó, pero luego de algunas horas nació el temor y luego el pánico, por lo que todos acabaron corriendo hacia las tiendas para comprar cuanto papel higiénico pudieran. Y así, efectivamente, tal como el adivino había pronosticado, al día siguiente no podía encontrarse un solo rollo en ningún rincón de la ciudad.
A mí, personalmente, no me interesa demasiado lo que una novela nos pueda decir sobre nuestra realidad; menos aun, cómo pueda afectarla. Leo con la atención y la sensibilidad puesta en otros asuntos, y escribo bajo influjos que a veces ni yo mismo reconozco. Pero quizás, solo quizás, si acaso no me equivoco —y solamente si me fuerzan a pensar en el vínculo entre ficción y realidad—, el fin del mundo sí esté cada vez más cerca, pero no necesariamente —o no solamente— por cuenta propia, sino porque no paramos de repetirnos que estamos a punto de encontrarnos con él.
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