Mi Magda y el río Marañón


La gran victoria de unas lideresas kukama se cruza con un recuerdo de la infancia


Cuando hace unas semanas me topé con la noticia de que el gran río Marañón había sido declarado sujeto de derechos por un juzgado de Nauta, me quedó un residuo de alegría durante toda la mañana. Después de todo, no todos los días en nuestro país se dan pasos hacia la conservación de nuestra entorno, y la justicia nacional rara vez nos coloca en el pelotón de avanzada que ocupan otras sociedades menos conservadoras, aunque en este caso deba llamárseles menos destructoras. Sin embargo, debido a que por entonces me encontraba de viaje y sumido en otras preocupaciones, me quedé sin conocer la trastienda de esa noticia hasta que, por fortuna, hace unos días el siempre relevante pódcast El Hilo vino en mi ayuda para explicarme la odisea tras este hito judicial.

Así conocí la voz de Mari Luz Canaquiri, lideresa de la etnia kukama, que calculo que debe tener mi edad. En la grabación, ella recordaba que cuando era niña el río era navegado en canoas y que la pesca, principal fuente de sustento de su comunidad, se hacía con anzuelos y flechas. Cincuenta años después, las circunstancias no pueden ser más distintas: el casi centenar de derrames de petróleo registrados en la zona a causa del oleducto Norperuano ha convertido lo que era un hábitat casi virgen en un caldo de enfermedades, desnutrición y vida silvestre diezmada. 

Quizá para un citadino esto sea difícil de entender, pero podríamos intentar un ejercicio de equivalencia: imaginemos salir a la calle y descubrir que el aire tiene partículas petroquímicas, que nuestra comida en el supermercado está llena de metales pesados y que nuestra agua es imbebible. Imagine las enfermedades a corto y largo plazo, el declive de la vida alrededor, la sordera de las autoridades que deberían protegernos. Este logro jurídico que busca proteger al río, aunque necesita ser refrendado por una instancia superior, debe ser aplaudido tanto por su ambición como por quienes insistieron para llegar a él: me refiero a Mari Luz y a las demás mujeres indígenas de su comunidad.

El machismo nos gobierna desde hace siglos, y de él tampoco han escapado nuestros pueblos originarios. Cuenta Mari Luz Canaquiri que los hombres representantes de sus comunidades solían acallar a las mujeres cuando ellas también querían aportar sus voces para encontrar una solución. El equivalente a tú solo sirves para cocinar. Pero fueron esas mismas mujeres ninguneadas, unidas en la Federación de Mujeres Indígenas Kukama Huaynakana Kamatahuara Kana del distrito de Parinari, las que buscaron ayuda legal en la capital y, tras una paciente labor de búsqueda de antecedentes en el mundo por parte de los abogados del Instituto de Defensa Legal, se sintieron con el respaldo necesario para solicitar una acción de amparo contra Petroperú, el Ministerio del Ambiente, el Ministerio de Energía y Minas, la Autoridad Nacional del Agua, el Gobierno Regional de Loreto y el Instituto de Investigaciones de la Amazonía Peruana. En ella, las mujeres kukama consolidaron sus peticiones en cinco puntos, siendo el primero y el principal que se reconozca al río Marañón y a sus afluentes como sujetos de derechos, con el consiguiente compromiso de que el Estado empiece a protegerlos como tales.

Quizá esta historia victoriosa de mujeres ignoradas en medio de la selva, ocupantes de los peldaños más bajos de nuestra escalera social, me conmueva especialmente porque de niño una voz indígena de la Amazonía también me arrullaba con sus historias de bosque y río.

Esa voz pertenecía a Magda. Antes de su llegada, mi familia vivía en un barrio clasemediero de Lima y mi madre estaba embarazada de mi hermanito menor. Mi familia no tenía mucho dinero, pero en una sociedad tan escalonada como la peruana siempre hay un compatriota con menos fortuna: una tía de mi madre que vivía en Iquitos le advirtió que, conforme avanzara el embarazo, pronto iba a necesitar ayuda y le dijo algo que por entonces sonaba muy natural y que ahora, al menos a mí, me suena brutal: “Te voy a mandar una chica”. 

Así, como quien envía una encomienda.

El pelo de Magda era negro y larguísimo, recogido a manera de turbante. Su nariz era ancha, como los abrazos que jamás le dimos. Su español jamás fluyó como sí lo hacía su lengua de origen. Magda era orgullosa y rumiaba la fatalidad de su destino, pero tuve la suerte de que conmigo sí fuera cariñosa. 

Un día se fugó de la casa y creo que, a pesar de extrañarla, lo celebré en secreto.

Cuando escuché la voz de Mari Luz Canaquiri relatando su odisea, no pude menos que recordar a Magdalena. Y emocionarme. Y preguntarme hasta dónde podrían llegar nuestras mujeres relegadas si a su espíritu combativo le otorgáramos las herramientas que les solemos negar. 

Seríamos, tal vez, un río que avanza incontenible hacia un mañana menos injusto.


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