Cuando las hijas de uno renuncian a manejar y un especialista las secunda
Este año he tenido que viajar más de lo acostumbrado y mi auto ha quedado estacionado más de lo previsto. Una de esas madrugadas en que me encontraba afuera, mi hija M tuvo una urgencia relacionada con su mascota y, como nunca quiso aprender a manejar, perdió tiempo valioso tratando de encontrar una movilidad. Se lo recriminé cuando me enteré esgrimiendo razones prácticas, pero mi otra hija la respaldó: conducir un auto, lo que para mi generación masculina era una de las prioridades en nuestra lista rumbo a la realización personal, no les interesaba nada a pesar de aquella noche sobresaltada.
Recordé este episodio nuevamente cuando hace unos días asistí a una charla de Carlos Moreno en el Hay Festival de Arequipa. Moreno, un franco-colombiano estudioso de la tecnología y la urbanística, ha escrito el libro La revolución de la proximidad, donde postula su concepto de las ciudades de 15 minutos; es decir, la urgencia de replantear nuestras ciudades para que cualquier habitante tenga acceso a la escuela, a atención médica, a sus compras y a su trabajo a no más distancia que la que permita el tiempo referido. Una escala más humana y menos mecánica, digamos. Según le expresó Moreno a su audiencia, el paradigma de ciudad amplia y separada por zonas —que ha tenido en Brasilia a su mejor exponente planificado desde cero— encontró resonancia entre los urbanistas luego de que Le Corbusier y Jeanne de Villeneuve redactaran en 1933 su Carta de Atenas para el IV Congreso Internacional de Arquitectura Moderna, un manifiesto que fue publicado como libro en 1942.
Se dice que una vez, mientras visitaba Buenos Aires, Le Corbusier se quejó de que las avenidas tuvieran intersecciones para que cruzaran los peatones ya que interferían con su concepto de ciudades rápidas y, de acuerdo a lo que escuché en la conferencia, a raíz de esa observación las autoridades rioplatenses tomaron nota y empezaron a construir autorrutas.
Ya que hablamos de construir, fueron tres los elementos que forjaron las ciudades del siglo XX: el cemento, el metal y el petróleo, reunidos todos bajo la marejada de la maquinización. Si este trío constituyó el territorio de la materia prima, fue el auto como producto masivo el disparador de la ilusión colectiva. Recordemos que el auto empezó siendo un juguete caro de los ricos, que encontraron en ese vehículo una manera individual de ser más rápidos que la masa: los aviones privados de hoy se nutren de la misma intención. Fue cuando Henry Ford revolucionó su fabricación mediante la línea de ensamblaje que el juguete caro se convirtió en un sueño alcanzable para la clase media, y un inmenso torrente de capital, intereses y lobbies confluyeron en la quimera de una ciudad más extensa en la que cada uno podía desplazarse individualmente con velocidad. Sin embargo, los atascos urbanos de hoy nos refriegan en nuestros parabrisas que ese postulado jamás se cumplió: los ciudadanos contemporáneos pueden perder hasta 156 horas al año detenidos en el tráfico y, en horas punta se ha llegado a medir que un auto avanza en promedio a dos kilómetros por hora. Digamos que Michael Jackson avanzaría más rápido haciendo su paso lunar, por lo que seguirle apostando dinero público al auto particular es un sinsentido por donde se mire, más aún en América Latina, donde solo el 20 % de los habitantes tiene auto propio. Quizá no sea tarde para seguir el ejemplo de los niños y los padres del barrio de De Pijp, en Ámsterdam, que en 1972 se atrincheraron para evitar que los autos ingresaran a sus calles y tuvieran más espacio para jugar sin ser atropellados: un anticipo de la revolución que transformó a la capital neerlandesa en un ejemplo de ciudad a escala humana.
Si aquel intercambio con mis hijas me hizo reflexionar sobre la importancia que le he dado a los autos en mi vida, la charla de Moreno me ha llevado a indagar aún más en las razones: fui un niño que jugaba con carritos, así como los niños de otras generaciones jugaban con soldaditos de plomo; los dibujos animados, como Meteoro en su Mach 5, refrendaban esos juegos y le añadían emociones; James Dean en su bólido y James Bond en el suyo siguieron esculpiendo la intuición de que para hacer conquistas los caballeros modernos habían trocado al caballo por un auto, y basta con ojear a los Transformers y a los Rápidos y Furiosos para entender que el relato se ha seguido extendiendo hasta el siglo actual.
Es claro que mis hijas han crecido con estímulos distintos y que la suya fue una adolescencia distinta de la mía, empecinada desde la carencia en alcanzar la medianía de un sueño burguesito en el que el carro simbolizaba independencia y estatus; así que quizá haya escrito esto no solo para que entiendan mi reacción, sino para que se asomen a las consecuencias de un gran relato imaginado con buenas intenciones, pero orquestado por intereses que nos han reventado en la cara como un airbag.
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