La comparación histórica nos recuerda que el pasado es un espacio donde se lucha por el presente
La semana pasada estuve en Barcelona para un evento sobre el fin del ciclo revolucionario: comienzan ya las conmemoraciones alrededor del bicentenario la batalla de Ayacucho. En la península este año ha estado dedicado a recordar el fin del trienio liberal en 1823, cuando el rey Fernando VII fue obligado a aceptar la Constitución de Cádiz.
Fui invitada a la cátedra Josep Fontana de la Universidad Pompeu Fabra, que se realiza en honor a quien fuera el máximo historiador de esa casa de estudios fundada a inicios de los noventa. Una de las primeras cosas que aprendí al llegar es que muchos la consideran un centro del nacionalismo catalán, a pesar de que los historiadores con los que coincidí allí son todo menos eso. Pronto me dejaron saber que aun en el punto más álgido del apoyo al separatismo, esa posición no tuvo más que, a lo sumo, un 50% de respaldo popular, lo que, si bien es una mayoría, lo es con las justas, y no justifica el quiebre de España.
Es más, una de las figuras más importantes del departamento de Historia, Josep Maria Fradera, es tan profundamente catalán como anticatalanista, y es por ello que ambos lados del debate desconfían de él, ya que está tan presto a desmontar los usos políticos de la historia de tirios como de troyanos. La presentación que compartió con nosotros dejó esto muy en claro, además de recordarnos que el valor de la Historia está en presentar las conexiones entre lo que puede parecer inconexo.
El miércoles 29 de noviembre publicó, junto con otro de los conferencistas, una valiosa nota en El País que versaba justamente sobre esto. Escrito al alimón con José María Portillo —uno de los más respetados historiadores de España; un vasco que tuvo que salir de su patria por más de una década amenazado por ETA—, comparte la visión de Fradera de que lo que relevante es entender las conexiones entre la historia local y la global. Ambos se han dedicado a abrir paso a la ‘visión Atlántica’, que se fija en lo que sucedió en los dos hemisferios de la monarquía hispánica.
En el artículo advierten cómo el volver a 1714 y 1839 para hablar de enfrentamientos seculares mal resueltos —como lo hace el nacionalismo catalán a propósito de la investidura de Pedro Sánchez— es “tratar de cubrir reivindicaciones actuales con una pátina de verdad antigua”. Quien haya visitado el barrio gótico de Barcelona habrá visto la llama ardiente que se mantiene al lado de la catedral en honor a los soldados que defendieron la ciudad de las tropas borbónicas que la conquistaron al finalizar la guerra de sucesión española, ya que Cataluña había tomado partido por la casa de Austria. Esta se ha convertido en la fecha emblemática para quienes consideran que el centralismo de Madrid ha buscado imponerse sobre un pueblo que hasta entonces tuvo sus propios fueros. Algo parecido sucede con 1839, que marca el fin de la segunda guerra carlista, cuando los vascos fueron derrotados.
En esta versión de la historia existen dos posibles naciones, una unitaria y centralista que buscó acabar con las diferencias lingüísticas, culturales y legales; y otra que lograba la unión de naciones y regiones, donde primó la diversidad. El problema es mucho más complejo, sin embargo, porque, como debatimos en las sesiones en Barcelona, España como la conocemos ahora emerge después de un proceso de descolonización que se inició con la independencia de las repúblicas hispanoamericanas a inicios del siglo XIX, y no culminó hasta la independencia de Cuba y el traspaso de Puerto Rico y Filipinas a los Estados Unidos. La diversidad ha sido una parte intrínseca de lo que alguna vez, hace muchos siglos, fue una unión de reinos que poco a poco se fueron convirtiendo en lo que son hoy, y que han demostrado tremenda resiliencia en sus identidades, ya que ni la dictadura de Franco logró acabar con ellas a pesar de intentarlo a sangre y fuego.
Otra parte incómoda de la historia que también se vio esta semana es que en Cataluña el nacionalismo nació de la mano de la trata de esclavos en Cuba, algo que el trabajo de Martín Rodrigo Alharilla, nuestro anfitrión en la Pompeu, muestra de manera innegable. A muchos en Barcelona les incomoda el trabajo que hace al detallar cómo se fundaron las grandes fortunas de la región, y hasta la forma en que el trazo mismo de la ciudad se vio influido por el dinero generado por la trata negrera, incluso cuando ya era ilegal. La historia entonces no solo se reescribe para intentar crear un pasado heroico y glorioso de lucha, sino que también busca olvidar y oscurecer los episodios que resultan incómodos.
Algo de eso vimos también en el Perú esta semana con el nuevo intento de excarcelar al expresidente Alberto Fujimori. En este caso el uso político no es solo del pasado, sino también del espacio judicial. El dictamen en minoría del tribuno constitucional Manuel Monteagudo dejó una vez más en claro que no se puede ir en contra del mandato de una corte supranacional, ya que la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha indicado que el indulto no cumple con las condiciones necesarias.
La historia, a la que en la antigua Roma se le llamaba magistra vitae o ‘maestra de la vida’, puede servir para muchas cosas, y es por ello que debe ser siempre vista con una mirada crítica, especialmente cuando se considera el uso que se hace de ella desde el poder, desde el Estado, incluso desde quienes buscan tomar el control.
El pasado es un espacio donde se lucha por el presente.
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