La muerte de un inmor(t)al


Sobre la extinción de Kissinger, uno de los últimos dinosaurios del siglo XX


Ha muerto Henry Kissinger, y pocas veces se han producido tan rápidamente obituarios así de categóricos. Con seguridad muchas de estas pequeñas biografías ya tenían años preparadas, después de todo Kissinger ha fallecido a los cien años. Sin embargo, no es eso lo llamativo, pues se trató de uno de los hombres más relevantes del siglo XX y siguió produciendo material académico hasta hace muy poco —su último libro Liderazgo: seis estudios sobre estrategia mundial, en el que analiza el legado de Sadat, Nixon o Thatcher, entre otros, fue publicado el año pasado—; sino lo disímil de la forma en que se le juzga. 

Los medios, incluso los que suelen mostrar mayor independencia, no se han guardado adjetivos para caracterizar al hombre que moldeó el mundo en la Guerra Fría y cuya actuación en el Departamento de Estado en los años setenta se recuerda hasta hoy, a veces con admiración, otras con recelo, incluso con horror. En un titular para guardar —celebrado por muchos en las redes sociales—, la revista RollingStone tituló “Criminal de guerra amado por la clase dirigente finalmente muere”, mientras que Juan Gabriel Valdés, destacado diplomático y embajador de Chile en los Estados Unidos, sentenció: “Ha muerto un hombre cuyo brillo histórico no consiguió jamás esconder su profunda miseria moral”.

Y es que su rol y sus consejos sobre la guerra de Vietnam, el bombardeo en Camboya, el Plan Cóndor y su cercanía con las dictaduras de Chile o Argentina, por solo mencionar algunas de sus decisiones más recordadas —efectuadas directamente por el gobierno norteamericano, sus agencias de inteligencia, o a través de canales menos diplomáticos—estaban marcadas por un pragmatismo que, como dicta el más radical realismo político, no tomaba jamás en cuenta consideraciones morales o éticas, sino únicamente intereses geopolíticos. 

No pretendo juzgar aquí al personaje o la política propuesta por un hombre que, con el más mortífero arsenal jamás disponible, jugó el papel de estratega en las relaciones con la Unión Soviética y China, y el de carnicero en no pocos países del Tercer Mundo, en los que instrumentó medidas que servían al amplio tablero de ajedrez mundial para el que cavilaba sus jugadas. Es difícil pensar que Kissinger —quien, dicho sea de paso, ganó el premio Nobel de la Paz por los acuerdos en Vietnam, pese a que él mismo había jugado un rol fundamental en mantener y hasta expandir la guerra— haya alguna vez pensado en otros seres humanos además de él mismo y sus jefes y amigos más poderosos. Lo que sí hare es contraponerlo a otro hombre que también tuvo un papel crítico en la política exterior norteamericana apenas unos años antes, Robert McNamara. 

McNamara fue uno de los hombres fuertes de la administración Kennedy como secretario de Defensa. Siendo un académico experto en temas económicos y en negocios, declinó la oferta de ser secretario del Tesoro y aceptó dirigir el Pentágono, en el cual fue clave para detener la crisis de los misiles en Cuba, pero también para iniciar la guerra en Vietnam. 

Pese a que McNamara permaneció en la administración Johnson y fue partidario de empezar la guerra, poco a poco comenzó a ventilar públicamente sus dudas sobre el rol de los Estados Unidos y la necesidad de mantener su presencia en la lejana Vietnam. En 1968, una vez que dejó el Pentágono, McNamara asumió el puesto de presidente del Banco Mundial, donde estuvo más de una década y se ocupó de modernizarlo, implementando una nueva visión para la institución, enfocándola en promocionar proyectos de desarrollo, especialmente en los países más pobres.

Sin idealizarlo, McNamara fue un hombre que poco a poco empezó a tener reparos con la política exterior estadounidense en momentos en que la guerra en Vietnam no solo probaba ser cruenta y dolorosa, sino inútil, incluso pensando en términos de real politik. La mejor forma de conocer su personalidad es a través del magnífico documental The Fog of War, de Errol Morris, filmado hace veinte años como una extensa entrevista en la que una persona que en su juventud se mostraba hasta arrogante para defender sus decisiones, poco a poco se va dando cuenta del valor de cada vida humana y de lo que podía hacer con su inteligencia en la paz antes que en la guerra. 

Para poner en su verdadera dimensión ambos nombres quizá la frase de Kissinger sobre McNamara con relación a Vietnam represente bien el ideal y la distancia —sobre todo moral— que los alejaba: “Buu, buu… Él todavía se sigue golpeando el pecho, ¿no? ¿Todavía se siente culpable?” (y lo dijo sobándose los ojos, pretendiendo llorar).

Hay una cosa que rescatar en ambos, sea cual sea nuestra posición. Y es que viendo la miseria moral en la que parecemos enfangarnos cada día, con gente que niega lo que dijo y hasta escribió, que plagia o inventa títulos sin reparos, o que interpreta la ley de acuerdo a su propio interés, tanto Kissinger como McNamara, cada cual en su estilo, fueron auténticos. Y eso, en tiempos de noticias falsas y mentiras dichas como verdades, se agradece. Que descansen en paz (aunque quién sabe si Kissinger quisiera descansar así). 


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