¿Qué nos queda tras los enfrentamientos y el pánico electoral?
A estas alturas todos sabemos que se acabaron las elecciones, que por una pequeña cantidad de individuos —menos de la que llenaría el Estadio Nacional— la balanza se ha inclinado a favor de Pedro Castillo. Eso, el triunfo por mayoría, es parte de la democracia, y entonces él, nos guste o no, será el próximo Presidente de los peruanos. Es una verdad incontrovertible. O debería serlo.
Ahora bien, que todos sepamos que se acabó la contienda parece no significar que la pugna por el poder haya concluido, ni que falten los incapaces de aceptar la derrota. Se veía venir. No quiero perderme en detalles, pero supongo que entre estos hay dos grandes grupos: a) los que entienden que lo que están haciendo es un disfuerzo en apariencia pueril, como un berrinche colectivo, pero igual persisten no por convicciones políticas genuinas, sino porque en realidad sus propósitos son delirantes o mezquinos, cuando no decididamente delincuenciales; y b) quienes tienen miedo. Mal haríamos poniendo a todos en el mismo saco.
A los primeros, aquellos que entraron a la contienda buscando matar o morir (y ahora que les toca morir mueren matando), solo les quedan dos caminos según la gravedad de sus yerros: la profunda contrición o la cárcel, y mientras esto no se dé no tengo nada que decirles. Desde el principio de la segunda vuelta han ensuciado las cosas sabiendo bien que lo hacían. Han manipulado la información a su antojo, apelaron al temor entre una población ya angustiada, y ahora recurren a leguleyadas. Y ni con esas. Saben que su fin está cerca, y los vemos dando manotazos de semiahogado tratando de judicializar el proceso para que Castillo no asuma el mando el 28 de julio. No lo lograrán. Como reza el meme, a los líderes de Fuerza Popular, tras la decisión de la ONPE, los aguarda el INPE. Para ellos no espero el juicio de la historia: me encantaría que los procesen ya mismo y así comenzar más bien a olvidarlos. Ese partido —que fue declarado organización criminal— le ha hecho ya demasiado daño al país.
Me interesan más las personas del segundo grupo, aquellas que sabían que el fujimorismo era un mal, pero lo consideraron menor que el castillismo.
Es sabido que aquí las crisis no son un pico de algidez sino idiosincrasia, pero lo vivido los últimos cinco años —precisamente desde la anterior derrota del fujimorismo— ha elevado la valla del aprieto: un estado de crispación política que fue escalando los últimos 40 meses con el desempeño de un Congreso infame, la renuncia de un Presidente con indicios de corrupción, el ascenso de otro, la disolución de aquel Legislativo y la elección de uno casi igual de malo, la destitución de ese nuevo Presidente (también, cómo no, con indicios de corrupción), el nombramiento de un tercer mandatario completamente trucho, la designación de un cuarto gobernante… y así llegamos a las últimas, patéticas elecciones. A la vez, desde marzo del año pasado atravesamos la más grave pesadilla sanitaria de nuestra historia. La peor de las tormentas perfectas: turbación institucional más infección, terror, pobreza, depresión, incertidumbre respecto al futuro y duelo. Unos menos, unos más y otros mucho más, todos llegamos hechos polvo moralmente, con una sensación de asfixia y hartazgo atracada en el pecho. De eso se han aprovechado los traficantes del terror.
Hemos visto a personas sensatas repitiendo monsergas y haciendo eco de falsedades. Gente que en noviembre pasado marchó para desterrar a Merino y, con él, los rezagos de la peor clase política, obnubilada ante las promesas de cambio de un fujimorismo que les asqueaba hace tres meses. La diferencia entre el miedo y el pánico es que el primero nos pone alertas y en acción, mientras el segundo nos paraliza, dejándonos a merced de la amenaza. Y fue eso, pánico, lo que sembraron. Pánico a perder el trabajo, los ahorros, la estabilidad económica, la institucionalidad, la democracia. Triste es decirlo, pero sin tomar en cuenta que eso era la normalidad para una parte muy grande del país.
Lo bueno, amigos, es que ya pasó, o ya debería haber pasado. Y salvo los recalcitrantes —que se quedarán gritando solitos como los locos de las plazas—, creo que la mayoría ya estamos hasta la coronilla de discusiones inconducentes, gritos, insultos, diálogos de sordos. Salvo los improperios, no deberíamos guardar rencor por las ideas de los demás, y menos en las circunstancias recientes. Nadie debería arrogarse una superioridad moral, ni ufanarse de un triunfo tan precario. Recordemos que hace 70 días ni tres de cada 10 compatriotas eligieron a quienes pasaron a la segunda vuelta.
Esos enfrentamientos mediados por las redes sociales durante la pandemia deberían quedarse en una vitrina del museo de historia nacional de la infamia: disecados pero visibles. Desde ya toca ser vigilantes con el nuevo gobierno, apoyarlo cada vez que se pueda, criticarlo cuando corresponda, y combatirlo si se sale un tris del camino legal y democrático.
Salvo los predicadores del odio, todos queremos ejercer nuestro derecho a vivir en paz. Y eso, independientemente de nuestras diferencias, solo se logra de una manera.
Excelente artículo, pensé que la nueva generación era más tolerante con las diferencias. Me equivoqué.