¿Identificó usted esos placeres puros que jamás podría comprar con una tarjeta de crédito?

Gunter Silva es licenciado en Artes y Humanidades, con una maestría en Literatura y Creatividad Literaria de la Universidad de Westminster. Su obra literaria incluye el libro de relatos Crónicas de Londres (Lima, 2012), la novela Pasos Pesados (Lima, 2016), El Baile de los vencidos (Buenos Aires, 2022) y Neutrino, cuaderno de navegación (Lima, 2024). A pesar de haber vivido en diversos lugares, mantiene una conexión profunda con su ciudad natal, La Merced, una urbe vibrante y selvática que, aunque lejana, sigue viva en su interior.
Hay pequeños placeres que pasan desapercibidos, pero son los que nos sostienen y no necesitan de pompas ni de aplausos para existir. No llevan nombres grandiosos ni se proclaman a los cuatro vientos, pero son los que, en silencio, transforman lo cotidiano. No cambian el mundo, ni siquiera alteran el curso de nuestra vida, solo tienen la capacidad de aligerar el peso de la jornada. Son diminutos, casi invisibles, como monedas olvidadas al fondo de un bolsillo, cuyo hallazgo nos arranca una sonrisa. Son esos momentos que escapan a la mirada ajena, reservados únicamente para quien tiene el privilegio de vivirlos.
Uno de esos placeres tiene forma de papel y tinta. Es el descubrimiento de un libro que nadie ha leído antes. No hay nada más gratificante que descubrir dos páginas pegadas en la biblioteca de un amigo o familiar, unidas desde la imprenta como labios sellados en un pacto de grafito y celulosa. El acto requiere paciencia, es casi un rito: te levantas, vas a la cocina con el libro bajo el brazo, buscas el cuchillo con el filo justo, ni demasiado tosco ni demasiado fino. Sujetas el libro con la solemnidad de un juez y, con un movimiento preciso, separas las páginas, liberando las palabras atrapadas. Por un instante, te conviertes en Johannes Gutenberg. Y en ese momento, sientes que el libro te pertenece en su forma más pura, como si hubieras descubierto un tesoro escondido en sus páginas aún vírgenes. Es un rescate del tiempo, un regreso al punto cero de la lectura, antes de que las palabras adquieran interpretaciones ajenas o las páginas se impregnen de huellas y dobleces. Por un instante, eres más que un lector: eres el arquitecto de una experiencia irrepetible. Como un dios menor, recreas el nacimiento del saber.
Otro gozo silencioso es tener un vagón de tren solo para ti. No por arrogancia, ni por desprecio a los otros, sino por el placer de la soledad elegida. El traqueteo de las vías es tu única compañía, la luz de la tarde se filtra por la ventana y te permites suspirar a tus anchas; algo que, en cualquier otro contexto, reprimirías. Puedes leer sin que nadie te interrumpa, mirar por la ventana como si fueras el único pasajero de un mundo en movimiento. Te permites estirar las piernas y apoyar los zapatos deportivos en el asiento de en frente, sin culpa. Hasta que, inevitablemente, alguien sube en la siguiente estación. Pero ese momento, el de la posesión efímera del vagón, ya nadie te lo quita.
Viajar por ciudades europeas es una maravilla, pero en medio de los museos y las calles empedradas, de vez en cuando me asalta una nostalgia curiosa por Londres, la ciudad que nunca pedí pero que, sin embargo, se quedó conmigo. Tal vez no sea la ciudad misma lo que echo de menos, sino algunas de sus costumbres, esas pequeñas rutinas que se vuelven hogar con el tiempo. Como aquella mañana en que, en medio del bullicio de alguna ciudad mediterránea, me doy cuenta de que todo lo que realmente necesito es una rebanada de pan metida en la tostadora, untada con mantequilla que se derrite lentamente, y miel. Acompañada, claro, de un fuerte té inglés, con un dash of milk, que me recuerda que la vida es más sencilla cuando se toma en sorbos. Esos son los grandes momentos, los que parecen minúsculos y bobos, pero que me hacen sentir que Londres, con su gris melancólico y sus inviernos eternos, no está tan lejos después de todo.
Están también las pequeñas rebeliones contra la cotidianidad, como desabotonarte el cuello de la camisa después de un día largo de verano y sentir cómo el aire fresco se cuela por la tela. O la primera cucharada de una sopa caliente en invierno, ese instante en el que el cuerpo comprende que todo estará bien. O cuando el bolígrafo que creías seco resucita y la tinta fluye nuevamente, como un río después de la sequía.
Hay placeres que dependen de la suerte, como encontrar dinero olvidado en el bolsillo de un abrigo o despertar antes de que suene el despertador y saber que puedes dormir un rato más. Y hay placeres que dependen solo de la voluntad, como elegir el libro adecuado para leer con el clima exacto o servirte el té en la taza más pesada, esa que calienta las manos como si fuera una extensión del sistema de calefacción de la casa.
Así como el placer del libro, la tostada, o la soledad en el tren, la lluvia también nos ofrece un respiro. La primera gota que golpea la piel, el sonido de las gotas contra los techos, el olor a tierra mojada que sube como un perfume que reconforta. El caminar bajo la lluvia sin paraguas, solo porque sí, porque en ese momento el agua parece estar cayendo solo para ti. Recuerdo aquellas noches en la selva peruana, cuando la lluvia golpeaba los techos de hierro corrugado con un ritmo monótono y perfecto, como si la naturaleza misma regalara una canción de cuna al mundo. Era un arrullo inescapable, un latido que se fundía con el sueño y que parecía diluir el tiempo. La lluvia lo envolvía todo, borraba el ruido de los pensamientos y dejaba solo su presencia, inquebrantable y sincera. Hay algo en el agua cayendo del cielo que nos recuerda que no tenemos control, que somos parte de algo más grande, algo eterno. Nos despoja de la prisa, nos devuelve a la infancia, a ese instante en que abrir la boca al cielo para probar una gota era un acto de pura alegría. Y mientras la lluvia cae, indiferente a nuestros miedos o alegrías, uno entiende que su voz es la misma en cualquier parte del mundo, una verdad líquida que une selvas o megaciudades.
Todos estos son lujos que no dejan temblando la tarjeta de crédito. Placeres diminutos que cada individuo escoge, insignificantes para el universo, pero inmensos para quien los descubre. No se pueden compartir del todo, porque parte de su magia reside en su intimidad. Son las grietas por donde la vida se cuela para recordarnos que, en lo más simple, está lo más valioso. Y al final del día, cuando el mundo se vuelve un poco más gris y los problemas crecen, son estos momentos los que nos hacen seguir adelante. No los grandes triunfos ni las victorias ruidosas, sino las pequeñas alegrías silenciosas que, sin que nadie lo note, nos salvan una y otra y otra vez, como el último beso antes de la madrugada.
¡Suscríbete a Jugo haciendo click en el botón de abajo!
Contamos contigo para no desenchufar la licuadora.
Con una minuciosidad literaria el autor nos narra los placeres cotidianos y minúsculos en una extraordinaria narrativa.
Grande, Günter. Esa sensación de arrullo nocturno que dan las gotas de lluvia cayendo homogéneas en el techo de calaminas, también me ha mencionado mi niño Ketin, de 8 años. Duerme mejor cuando la lluvia pone la música.
Saludos, desde Chanchamayo, Perú.
Grande, Günter. Esa sensación de arrullo nocturno que dan las gotas de lluvia cayendo homogéneas en el techo de calaminas, también me ha mencionado mi niño Ketin, de 8 años. Duerme mejor cuando la lluvia pone la música.
Saludos, desde Chanchamayo, Perú.
Lo insignificante pero que tiene un valor profundo. Excelente!