¿Son las mascotas de hoy un ensayo para las parejas que posponen la paternidad?
Milo tiene cuatro años y las orejas inmensas, su gran sex appeal. Es un perro alto, flaco y largo, un poco parecido a mí. El barrio lo ama: las hembras, los machos, las dueñas, los dueños. Como desde hace tiempo carece de huevos, no saca ningún provecho carnal, pero sí que se pavonea. Camina por las chacras sabiéndose guapo, sin devolver la admiración que los demás le brindan. Un insoportable. Guarda su ternura para la casa, el espacio que además defiende como si fuera un cancerbero salvaje, que en definitiva no es.
Se jura lobo alpha, pero está más cerca de ser un adolescente alaraco.
Llegó a mi vida poco después de cumplir un año, cuando me enamoré de su madre humana, y desde entonces me adoptó como padre. O como hermano. O como mejor amigo. No es fácil encontrar el símil en las categorías que las personas usamos. Por cómo nos protege, a veces pareciera que nos cree sus hijos. Por cómo se engríe con nosotros, podríamos ser sus abuelos favoritos.
Milo viste chompas, cafarenas, corbatas. En Halloween, no faltan los disfraces. Es una mascota que encaja dentro del meme que dice: «adoptado, pero a qué costo». Quienes critican la humanización de los animales seguramente nos odiarían. Yo también me pregunto si acaso no lo hemos domesticado demasiado. Otros días, basta verlo cazar una gallina para confirmar que su parte silvestre sigue intacta.
Tuve perros antes, cuando era niño y adolescente y vivía con mi padre, pero solo con Milo pude cumplir el sueño de criarlo a mi antojo, con mis reglas, bajo el techo de un hogar en el que mandamos L y yo. Aquello se tradujo en la libertad de subirlo a la cama, de dejar que nos lama la cara entera, de hacerlo parte de nuestra vida íntima y de los eventos sociales que hacemos en casa, cuando la fiesta no está completa si Milo falta. También en la responsabilidad de ponerle límites, en la toma de consciencia de que Milo es un perro, por más de que no lo parezca.
Para una pareja que todavía no suma hijos humanos, Milo cumple su rol en ese lugar común que señala que las mascotas te preparan para la paternidad.
Las lecciones ocurren a diario.
Alistarme para dormir, agotado por la jornada larga, y encontrarlo con la pelota en la boca, pidiendo jugar un rato más, me advierte que ser padre podría exigir mayor energía de la que suelo disponer. Usar mi grito más grave y potente, las dimensiones de mi cuerpo y un paso amenazante, todo con tal de provocarle miedo y respeto, me escarapela el cuerpo cuando anticipo que probablemente utilizaré la misma estrategia para destronar la insolencia de mi hijo humano. Peor aun, si entonces me encuentro con la mirada reprobatoria de L, cuyas formas suelen ser otras: llenarle la casa de juguetes, echarle sopita en el plato para mejorarle el sabor a su comida de can… Parte importante de los desacuerdos conyugales tienen a Milo como centro.
Lo mismo si me voy a la nota alegre: los restos de un mal día que se disuelven al verlo tumbado panza arriba en una pose graciosa, las preocupaciones que olvido si Milo me alcanza con un beso… Su amor incondicional es remedio instantáneo.
Lo decía Bukowski sobre sus gatos: «Si te sientes mal, miras a los gatos y te sientes mejor, porque ellos saben que todo es tal y como es».
Puede que gatos y perros sean muy distintos, pero al final del día son ambos animales de casa, hijos no humanos sobre los que proyectamos afectos, expectativas, culpas, futuro.
Tener a Milo en el hogar es un espectáculo continuo, pero además el recordatorio de que mi vida ya no me pertenece solamente a mí. Si decide vivir hasta ser muy viejo, nos quedan por lo menos diez años juntos.
Intento no pensar en cuando sea viejo.
Lo miro mientras escribo. Me acompaña desde el otro lado del balcón, echado boca abajo. Apoya su cabeza sobre las patas delanteras y mueve las cejas como una auténtica estrella de cine. Nota que lo observo y de pronto suelta un suspiro. Es una acción que repite cada tanto y que todavía no sé de qué manera interpretar. A veces la leo como un gesto de exasperación: el hijo que está harto de sus padres. Hoy, más bien, pareciera estar en sintonía con lo que me ha provocado pensar en su ausencia.
Quizá simplemente se trate de la sabiduría de su cuerpo, que le pide tomar aire, largo y tendido.
Hago caso a su lección.
Respiro.
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