Si alguien le pidiera cinco canciones importantes en su vida, ¿cuáles elegiría?
Hace unas semanas estuve en una feria literaria en Bucaramanga, Colombia, sabiendo que iba a participar de un conversatorio bajo el ambiguo tema de “música y sociedad”. Lo que no sabía es que para perfilar la sombra de ese paraguas amplísimo, el carismático moderador —Pastor Virviescas— nos iba a pedir a los entrevistados, sin mucha anticipación, una lista de cinco canciones para hablar de ellas. Imagínese usted la cantidad de canciones que ha escuchado en su vida —un estudio dice que en la actualidad cada persona escucha en promedio 368 canciones a la semana— y ahora decida en solo unos minutos qué cinco de todas ellas soltará para definir su identidad.
Yo entregué mi lista con muchas dudas, e imagino que lo mismo le ocurrió a Juan Manuel Ruiz, el periodista y escritor que me acompañó en el estrado. No obstante los nervios, el intercambio resultó cálido, emotivo, y Juan Manuel y yo hasta coincidimos con un músico, el número cuatro de mi lista. Si ahora comparto aquí esas canciones es porque no se me ha ocurrido algo mejor sobre qué escribir esta semana, pero también lo hago porque es probable que a usted le provoque también recorrer su vida musicalmente y conectar sus vivencias con sus emociones.
Tocata y Fuga en re menor, Johann Sebastian Bach
Los niños de mi generación que no tenían padres melómanos, al menos tenían acceso a los dibujos animados para escuchar música clásica: quienes hayan visto los cortometrajes de Looney Tunes jamás podrán separar al barbero de Sevilla de Bugs Bunny. Por esa época, a mí me tocó emocionarme adicionalmente cuando en la televisión peruana transmitieron una serie animada europea titulada Érase una vez el hombre que, en cada capítulo de media hora, contaba cronológicamente la historia del ser humano en la Tierra. Recuerdo que la secuencia de presentación empezaba con el Big Bang y que avanzaba raudamente junto con la inmortal composición de Bach: a la altura del Renacimiento, cuando un monigote de Leonardo se encontraba pintando su Mona Lisa, mi piel ya se había erizado de emoción sin saber exactamente la razón.
Tal vez la tutela de Bach me ayudó a presentir que la historia del ser humano es una larga batalla entre sus grandezas y bajezas. O quizá ya empezaba a definirse lo que hoy sé con absoluta claridad: que destierro al barroquismo frente al minimalismo cuando se trata de decorar mi propio hogar, pero que me fascina cuando se trata de contar historias; pues soy partidario de que los dramas y los placeres humanos se transmitan con toda la intensidad y exageración posibles.
Chega de saudade, Antonio Carlos Jobim y Vinicius de Moraes
No sé por qué me emociona tanto el bossa nova, pero en aquel conversatorio en Colombia me arriesgué a proponer que quizá se deba a mi admiración infantil por mi tío Iván, quien fuera hermano de mi madre. Recuerdo que una vez mis padres y yo fuimos a visitarlo desde Trujillo a su departamento en una unidad vecinal en Lima y me la pasé viéndolo pintar por encargo un retrato de Napoléon mientras escuchaba música en su habitación atiborrada de discos.
Mi tío, además de pintor autodidacta, tenía una voz melodiosa que había hecho pública en las onda radiales cuando en los años cincuenta formaba parte del quinteto Os reis do samba.
Quién sabe si ese mejunje de fado, samba y jazz que Jobim embaló para el mundo, con la guitarra y voz nostálgica de Joao Gilberto en este caso, no me habla de mi infancia ida, de los laureles que mi tío no pudo ceñirse en las sienes, de la melancolía que siempre he escondido desde chiquillo y que a veces camuflo detrás del humor.
Back on the chain gang, The Pretenders
Hace unos años se hizo público un estudio que encontró que las canciones que un hombre escucha a los 14 años marcarán su gusto musical de por vida, y que en el caso de las mujeres la huella se inicia a los 13. Así, esta canción de Pretenders rubrica el hecho de que soy un hombre promedio, así como la importancia del pospunk en mi educación sentimental.
Aquel verano, que fue el de 1983, me enamoré por primera vez, fui un mocoso que traicionó a un compañero de clase a causa de sus hormonas, fui abandonado por un tipo mayor, más alto y aplomado; y me convertí en un borracho circunstancial que planeaba patrullar la casa de su ex tras buscarla en algunas fiestas.
Curiosamente, en Bucaramanga el auditorio no conocía esta canción. Una pena, les dije, ya que todo patetismo adolescente sale mejor parado si lo acompañan Pretenders, The Cure y Roxy Music.
El padre Antonio y el monaguillo Andrés, Rubén Blades y Seis del Solar
Este año se cumplieron 40 años del lanzamiento del álbum que acoge este tema, y lo sé bien porque también se cumple el mismo tiempo desde que salí del colegio. Quien sea latino, tenga mi edad y no haya bailado Decisiones en su fiesta de promoción, no ha existido.
Ha sido sin embargo la penúltima canción del disco, la que habla del asesinato del sacerdote Andrés y de su monaguillo —inspirada seguramente en la muerte real de Óscar Arnulfo Romero—, la que ha terminado por estrujarme el corazón cada vez que la escucho.
Provengo de una familia práctica, apolítica y que nunca tuvo sobremesas trascendentales, y es por ello que mi ubicación ideológica en el mundo proviene de mis lecturas, de mis circunstanciales intercambios sociales y de la cultura popular. Luego de haber paporreteado sin entender un carajo la Teología de la Liberación en mi colegio, escuchar esta historia ficcionada por Blades y sentir pena inmensa por un niño inocente que no conoció a Pelé fue una de mis puerta tempranas para atisbar la inconmensurable injusticia que rodea a nuestras sociedades.
Existe un testimonio de Blades sobre cómo fue recibida esta canción cuando la cantó por primera vez en Uruguay: recomiendo verlo aquí.
Inconsciente colectivo, Charly García
Como le ha ocurrido a muchos hispanohablantes de mi edad, la primera vez que supe que se podía ser un rockstar y cantar en español fue al toparme con Charly García a los catorce años.
Ocurrió cuando escuché No bombardeen Buenos Aires en una radio A.M. del norte del Perú y la fascinación me persigue hasta ahora. Hubo un momento, sin embargo, que cuenta como uno de los más extraños y hermosos que me han ocurrido en mi relación con la música: me encontraba lavando platos en mi primer departamento de casado, a los veinticuatro años, en compañía de una radio portátil, cuando el flaco empezó a cantar Inconsciente colectivo. Y, no sé por qué, arranqué a llorar. No se me había muerto nadie. No estaba peleado con nadie. Es como si la canción hubiera destrabado una puerta de la que ni me había percatado.
Aquello solo me ha vuelto a ocurrir una vez más, ya no escuchando una canción, sino ante un cuadro de Picasso en un museo de Yale: un recordatorio de que los artistas, los de verdad, alcanzan en el resto frecuencias que no sabíamos que existían.
¡Suscríbete a Jugo haciendo clic en el botón de abajo!
Contamos contigo para no desenchufar la licuadora.