Le propongo un espejo antiguo para jugar
En estos días, más de una persona me ha recordado la caricatura que usé en la caratula de mi libro Los inicios de la república peruana: viendo más allá de la «cueva de los bandoleros» y cómo sirve para ilustrar la inestabilidad del momento actual. Hoy volví al número 37 del periódico La Zamacueca Política, publicado en Lima el miércoles 1 de junio de 1859, y que se vendía por un real. No sé quién es el autor del artículo, ni el nombre del editor del impreso, pero me impresiona cómo la nota, con todas las diferencias de los momentos que relata, nos sirve para repensar el momento que vivimos hoy.
Es por ello que a continuación lo reproduzco íntegro.
Usted sacará sus propias conclusiones.
Parte Política
En el Perú se han perdido todas las sendas legales. Todas las fuentes de legitimidad están emponzoñadas. Querríamos que el más hábil político, el más inteligente publicista se propusiese darnos el hilo con que poder salir del intrincado Dédalo en que hoy vagamos encerrados por las infernales cábalas del perpetuo opresor de la República; la ciencia humana no podría alcanzar tanto.
Buscando el medio de cortar el mal presente o de conjurar el que amenaza, indispensablemente habremos de encararnos con la revolución. ¡Terrible extremo! Al cual sin embargo tienen que apelar las naciones en los supremos instantes en que es necesario salvar las instituciones a las cuales se encuentra ligada su existencia. Las revoluciones son las crisis de los cuerpos sociales amenazados de muerte.
¿Por qué han muerto completamente desprestigiados el Congreso del 58 y la Convención del 55? Porque ambos fueron igualmente débiles hasta sufrir humildemente los avances del Ejecutivo; hasta legalizar sus actos ilegales; hasta santificar sus más absurdas infracciones de la ley.
¿Ni cuál es el cuerpo legislativo que podrá cumplir debidamente su alta misión frente a frente con el hombre que representa la traición a la causa de los pueblos, la contrarrevolución, el despotismo, en fin? Para que haya un Congreso que sea lo que debe ser, es necesario que empiece por libertar el país del yugo que le oprime. Contemporizar con un gobierno cuyo sistema constantemente se reduce a desacreditar los congresos, dominarlos y hacer echar al mismo tiempo sobre sus desaciertos un velo de legalidad es prostituirse miserablemente; es seguir la desdichada huella que acaba de expirar victima de su debilidad y rodeado del más triste desprestigio.
Preciso es pues convenir en que los medios pacíficos son impotentes para encontrar la legalidad perdida: preciso es persuadirse de que no hay combinación posible que saque la República del caos en que se halla confundida: preciso es confesar que marchamos ciega y estúpidamente a un abismo, sintiendo no obstante sobre nuestra garganta la mano que nos arrastra para precipitarnos a él.
Mientras mande el General Castilla (y acaso mandará toda su vida según es su deseo y de nuestra negra estrella) todo verdadero Congreso es imposible. Tendremos cuando más farsas congresiles, parodias legislativas, entremeses políticos, trampantojos irrisorios.
¿Y esto es República? ¡Mentira! ¿Y nos llamamos republicanos? ¡Qué absurdo! Ni siquiera somos hombres, por eso merecemos nuestra suerte, porque si el General Castilla se burla de la ley y nosotros la despreciamos: si entre sus manos ella es el instrumento con que juega su placer, nosotros la contemplamos como un mueble inútil. Con tal de que no asalten nuestra casa, poco importa que en la inmediata asesinen al vecino. Mientras nosotros podemos respirar al aire libre, ¿qué importa que un conciudadano gima en la cárcel por un acto arbitrario del poder? Si tal no fuese nuestra fatal lógica no habría podido el General Castilla eslabonar la interminable cadena de abusos con que tiene aprisionada la República.
Lo hemos dicho repetidas veces, el pedestal sobre el cual se ha elevado el General Castilla no es otro que la nulidad de sus émulos. Él se ha engrandecido porque todos somos muy pequeños. El diputado teme su enojo y espera que llene sus aspiraciones: por eso no tenemos congresos.
Entre los aspirantes, falta la abnegación y sobra el amor propio; todos quieren para sí el mando, ninguno quiere hacer en el altar de la Patria el sacrificio de su propia ambición, ni hay un hombre capaz de dominarlos a todos con el ascendiente que da un mérito indisputable, con el prestigio del genio, por eso la opinión no encuentra un caudillo: por eso se conspira miserablemente y los hombres de más firme fe desconfían de una revolución regeneradora: por eso la Patria no se salva.
Tal estado de dislocación social alienta la inveterada insolencia de otras naciones que, acostumbradas a medrar con nuestros desaciertos y abusando de su poder, quieren humillarnos con exigencias injustas, con pretensiones absurdas. Hasta Bolivia, con quien nuestra generosidad ha rayado en estupidez, se manifiesta exigente.
Y de ese espantoso cúmulo de males quién es el responsable, sino el General Castilla ¿Quién sino él ha fomentado la discordia y ha introducido la anarquía en los cuerpos legislativos, en el gobierno, en las ideas, en los pueblos, en las familias, en todas partes y en todo? ¿Quién sino él ha roto todos los vínculos sociales y ahogado en el corazón de los republicanos la fe del patriotismo, mediante un trabajo improbo de catorce años?
El país tiembla de indignación y despecho, mientras un hombre solo está tranquilo, impasible y satisfecho, porque el mal de todos es el elemento en que él vive, es la balsa en que descansa su poder.
A nuestros doscientos años, bien podríamos darle -finalmente- la razón a San Martín de que no somos capaces de auto gobernarnos.