Despedida a un maravilloso escrutador de lo humano
En marzo del año pasado la novelista y ensayista Siri Hustvedt anunció en su cuenta de Instagram que su marido, el también escritor Paul Auster, tenía cáncer y se encontraba recibiendo tratamiento en un hospital de Nueva York. Entonces escribí unas líneas que, tras conocerse su muerte el martes en la noche, decidí actualizar.
Para empezar diré que, con la noticia, fue como si le bajaran las luces a todo.
Auster tenía 77 años y fumaba mucho. Es decir, no tenía nada de raro que enfermase. Incluso que se muera. Pero que no tenga nada de raro no lo hace menos triste. Y casi siempre lo triste resulta inesperado.
Ahora bien, cabe preguntarse por qué le afecta tanto a alguien que habita otra dimensión, otra realidad, el final de la vida de un escritor. Cabe, pero es una duda retórica, y la respuesta es: por muchas razones, pero sobre todo por admiración, que es lo mismo que decir por cariño y gratitud.
A fines de 1998 comenzó un mal tiempo para mí. Sin embargo, cuando despuntaba la crisis, no sé bien por recomendación de quién me hice de Ciudad de cristal. La leí en una noche. De inmediato me hice del resto de la ‘Trilogía de Nueva York’. El entusiasmo se volvió lo que sigue con El palacio de la luna. Ya no podía parar. Me sentía tan acompañado como deslumbrado.
Me acuerdo —como Joe Brainard, a quien descubrí gracias a él— de la banca en que doblado me trasegué la historia de Marco Stanley Fogg, y verme tan reflejado en su historia y sus desventuras. Me acuerdo en qué sofá leí Mr. Vértigo y La música del azar. Me acuerdo de mí en mi cama con Leviatán, y en el bus camino a la universidad con El país de las últimas cosas. Me acuerdo de voltear en una combi por Alberto del Campo a Salaverry con A salto de mata en las manos, unas memorias que sentía tan cercanas. Con los pies sobre el escritorio con El cuaderno rojo. Me acuerdo esperando a mi novia con Tombuctú en el regazo. Todas formas de la maravilla, fuegos en la noche oscura del alma. Me acuerdo leyendo, desbordado de pena, La invención de la soledad en mi vieja edición de Edhasa mientras mi padre se moría en otro hospital.
Esa época depresiva y paralizante pasó, pero la devoción por Auster se quedó conmigo y no decayó nunca: como no podía soltarlo, una vez me llevé 4, 3, 2, 1 a un viaje a Italia, aun cuando cualquiera sabe que cargar un tocho de mil páginas no es tan buena idea mientras se cruza un país de arriba abajo. He consumido las novelas, la poesía, los ensayos, las memorias, la correspondencia, la miscelánea. He visto las películas que ha dirigido y las que han empleado sus guiones, y también los he leído, así como aquella novelita policial firmada con seudónimo o ese tocho con los cuentos que enviaban los oyentes de un programa de radio que conducía: Creía que mi padre era Dios. Todo. Los libros gloriosos, los buenos y los flojos.
No es el único escritor que he sentido tan próximo, que me habla, que escribe para mí para que yo lo lea. Solo sucede con ciertos artistas, y depende de cuestiones bastante subjetivas. En narrativa me pasa, por ejemplo, con Conrad, con Stevenson, con Munro. Cada uno tiene sus razones para ser querido, sus propias verdades. En el caso de Paul Auster vence la gracia, una sencillez formal e iluminada para narrar cuestiones profundamente humanas; dicho de otro modo, es un escritor que trabaja con la complejidad a través de historias cautivantes, envolviéndolas con el lenguaje más puro posible. Trabaja con humor, con compasión por sus personajes, con una delicadísima sensibilidad. En sus libros abundan los metatextos, las digresiones fascinantes que no quieres que terminen, la absurdidad, su amada Brooklyn y Nueva York, el hecho y las implicancias de ser judío, la injusticia, la falta de dinero, la paternidad, el duelo, el béisbol, la americanidad, la identidad, los materiales de la escritura, la poesía y los poetas, los excéntricos, la acumulación, la obsesión, el amor por la familia, la soledad, la juventud, las empresas imposibles, los talentos, el sinsentido, la persistencia del pasado y la nostalgia (que no es lo mismo), los deslumbramientos, la ternura. Sin embargo, lo que suele llamar más la atención de sus ficciones —al menos de buena parte de ellas— es la presencia poderosa del azar, una especie de argumento constante contra la causalidad y, más bien, en favor de lo fortuito y lo inesperado. Para Auster la vida, y por tanto la escritura, es una aventura y una sorpresa que se acaba solo cuando se acaba. Que si no, sería infinita.
Y hablando de esto último, hace unos años circulaban rumores —chismes, realmente— que explicaban su menor producción tras darse al abatimiento y el alcohol. En respuesta entregó libros más gordos, como el ya mencionado 4, 3, 2, 1, o el fascinante La llama inmortal de Stephen Crane. Lo que sí ocurrió fueron dos tragedias seguidas: en noviembre de 2021 su nieta, una nena de apenas diez meses, murió de forma extraña y escabrosa, aparentemente intoxicada con heroína por su propio padre. Este, Daniel, el hijo mayor de Auster, nacido de su relación con otra escritora genial como es Lydia Davis, tuvo siempre una vida complicada, entre la adicción y la delincuencia. Estaba bajo fianza, pero había sido acusado de homicidio de la niña cuando, en abril del año pasado, se quitó la vida con otra sobredosis.
Luego las apariciones públicas de Auster se hicieron más esporádicas (vaya a saberse desde cuándo el cáncer comenzó a devorarlo), y la política norteamericana, que siempre estuvo presente, parecía ganarle espacio a la ficción. Entonces salieron Un país bañado en sangre, al alimón con el artista Spencer Ostrander, sobre la violencia armada nacional; y la que terminó siendo su última novela, Baumgartner, una historia entrañable y otoñal, una despedida.
Hace dos años acudió a recibir un doctorado honoris causa otorgado por la Universidad Autónoma de Madrid. Ese día se refirió a la invasión de Ucrania, y a propósito contó una anécdota sobre la que ya había escrito, cuando, en 2017, viajó hasta el pueblito de donde emigró su abuelo rumbo a los Estados Unidos. Recordó que un poeta grueso y budista le había contado algo que, a su vez, le había contado su padre: cuando se acabó la Segunda Guerra y entraron los soviéticos a dicha localidad la encontraron vacía de gente, pero llena de lobos, una imagen tremendamente poética y alegórica. Sin embargo, cuando Auster había querido cotejar la realidad del suceso, no halló prueba alguna. Y se preguntó esa tarde madrileña con su voz de caverna: “¿Acaso es necesario que un hecho sea cierto para que se acepte como cierto, o la fe en la veracidad ya lo convierte en verdadero, aunque no haya sucedido? Es más, si la historia resulta ser tan asombrosa y apasionante que nos deja boquiabiertos y consideramos que ha cambiado o profundizado nuestra comprensión del mundo, ¿importa o no que sea cierta?”.
Se trata de otra pregunta retórica. Por alguna razón dijo que no sabía la respuesta.
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La muerte de Paul Auster produce muchos recuerdos en sus lectores. No puedo evitar traer a la memoria el momento que empecé a leer La trilogía de Nueva York. Fue en 2001 cuando trabajaba en una librería de Miraflores que recién se había mudado de local y que muchos años después se convertiría en una importante cadena. En ese tiempo esta librería importaba y distribuía Anagrama. Justo por esos días llamó a la librería un joven periodista que después se convertiría en escritor. Preguntaba por La trilogía de Nueva York. Se notaba que le urgía leerla. Alguien se la había recomendado. Cuando se la vendí (yo mismo le hice la boleta) le comenté que acababa de leerla, que es muy buena y que merecía la pena venir desde el Centro de Lima hasta Miraflores sólo para adquirirla. El joven periodista ahora convertido en escritor sonrió y agradeció el comentario como una complicidad entre lectores.