La vida es una lucha constante y no podemos desfallecer, porque hemos vivido tiempos aún peores
Quienes nos dedicamos a la historia pensamos constantemente en el tiempo. En lo que significa su discurrir, en cómo se vivió en el pasado, en cómo todo lo que sucede puede repercutir en el futuro. Recuerdo una larga conversación con un renombrado físico que me dijo que en su disciplina lo más difícil de concebir era el tiempo. Vivimos en el presente, el pasado no es más que un recuerdo y el futuro es un poco de imaginación mezclado con deseo.
En estas últimas semanas las metáforas relacionadas con el tiempo han estado a la orden del día, debido a la afinidad de nuestra actual jefa de estado por los relojes de marcas muy caras. Pero esta reflexión mía no nace de esa circunstancia bochornosa. Ni tampoco la saco a colación por la idea cada vez más enraizada de que en este país estamos viviendo un franco proceso de involución temporal.
Aunque claramente las cosas en el Perú están peor de lo que han estado, quienes fuimos jóvenes en los años 80 y los 90 sabemos perfectamente que las cosas no están todavía tan mal. No creemos que todo tiempo pasado fue mejor. Nuestra infancia, sumida en la violencia y en la crisis económica, nos recuerda que todavía no estamos buscando el gorgojo en el arroz, ni bañándonos con jarrita, ni haciendo la tarea a la luz de las velas. Nosotros, hijos de la escasez y del “ojalá lleguemos al fin de mes”, presenciamos el crecimiento económico de los dos miles.
Algunos obnubilados vieron llegar al Perú a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) y creyeron que dejábamos atrás para siempre la pobreza, convertidos en el nuevo tigre andino del Pacífico. Nada más lejos de lo que sucedió. Quienes nos dedicamos a tener en cuenta la larga duración y los procesos en toda su envergadura cronológica fuimos mucho más cínicos. Incluso quien esto suscribe llegó a llamar a ese tiempo “la nueva era del guano”. Lo dije en su momento muchas veces: sin cambios estructurales en educación, representación y servicios, esa bonanza sería una más de las tantas que nuestro país ha vivido tan a menudo antes.
Cuando hablo con mi padre, que ya ha vivido casi un siglo, me dice con tristeza que las cosas están muy mal y que la crisis es profunda, a lo que contesto que para mí lo constante es la crisis y que esta siempre parece peor después de un momento de bonanza. Él recuerda los años sesenta, cuando yo ni había nacido, en que el Perú parecía haberse encarrilado “rumbo al futuro”… ¡Y vaya futuro que tuvimos! Verbigracia: más de una década de gobierno militar, una democracia frágil cercada por los ataques de grupos terroristas, crisis económica y corrupción. En la década de los noventa, la economía nos dio un respiro, pero la democracia desapareció y el poder político se convirtió en una fachada para la inmoralidad. Tras el retorno a la democracia, la economía mejoró… pero la corrupción siguió corroyendo todo desde adentro.
Ahora nos encontramos en un momento de desazón. Pero esto no sucede solo en el Perú: todo nuestro continente e incluso el mundo se ven afectados por la falta de institucionalidad y una coyuntura de constante y grave amenaza a la democracia. La apatía campea por sus fueros y este panorama desolador me recuerda a mi juventud. A fines de los años ochenta nos sentíamos inmersos en un marasmo caótico, sin poder ir para adelante ni para atrás. En esos tiempos miraba con nostalgia a quienes habían vivido unos años sesenta llenos de ideales, a pesar de que estos me parecieran, en última instancia, trasnochados e inútiles.
En los ochenta la situación ya no se prestaba al idealismo, pero lo rescatamos con mucho esfuerzo y empeño. Cuando más tarde, a fines de los noventa y en el dos mil, salimos a las calles a repudiar al fujimorismo, algo de ese idealismo seguía vivo y con nuestros actos lo hicimos patente. Algo de ese noble sentimiento alentó en los cientos de marchas a las que acudimos año tras año, buscando detener el abuso de Fujimori y sus secuaces. Durante mucho tiempo después, la calle ejerció un poder de veto. Hasta que entre los años 2022 y 2023 fueron asesinados casi cincuenta ciudadanos y no pasó nada.
La calle ha quedado en silencio.
Pero volvamos al tiempo. Si pensamos en cómo era el mundo en 1860 o en 1890, en cómo vestían las personas, cómo actuaban y en qué cosas creían, podemos constatar un salto importante si de repente nos adelantamos hasta un año como 1924: ahí comprobamos perfectamente un cambio sustancial en el mundo, con una guerra mundial y varias revoluciones emblemáticas (entre ellas la rusa y la mexicana) de por medio. Pero aun así, cuando nosotros imaginamos cómo se percibía el mundo en ese tiempo, nos damos cuenta de que sus protagonistas no tenían forma alguna de imaginar ni prever esos cambios que se precipitarían insospechados. Pienso en series contemporáneas de televisión que reflexionan sutilmente sobre esto, como por ejemplo la española Chicas del cable, propuesta que juega a que nosotros como televidentes sabemos que a sus personajes y su país se les viene la Guerra Civil y que Franco destruirá todo lo que esas mujeres imaginaron. Pasa asimismo en Babylon Berlin, serie alemana ante la que el público también sabe de antemano que los nazis están a la vuelta de la esquina y que de ese rico mundo descrito no quedará prácticamente nada. Lo vemos plasmado en Los Durrell, serie británica que nos muestra un hermoso refugio multinacional y progresista en Corfú que eventualmente será destruido por la guerra.
Quienes nos dedicamos a reflexionar sobre el pasado, tomamos en cuenta las largas duraciones y observamos claramente que el progreso no es nunca una línea recta y que las cosas, así como se pueden poner mejor, también pueden empeorar de manera drástica. Hace ochenta años unos hombres desembarcaron en las playas de Normandía; quienes crecimos en los ochenta estábamos a cuarenta años de eso; y hoy estamos a cuarenta años de los ochenta.
El tiempo vivido nos hace entender el significado del paso del tiempo. Sabemos que, si bien el porvenir no se prevé luminoso de momento y los peligros son muchos, el sentido de nuestra vida reside en jamás dejar de luchar por aquellas causas en las que creemos. Y de nada nos servirá caer en la desesperanza, porque así esta batalla no la ganemos, no podremos dejar de seguir luchando: ya que, como decía Julio Cotler, algunos estamos condenados a ser eternamente optimistas.
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Nací en los 50 en un barrio pobre pero de mucha empatía amical y vecinal. La vida la concibo desde los 60 y quizás algo menos y vehiamos el futuro con optimismo. Mis padres sacaron adelante a sus hijos a través de la educación con mucho esfuerzo y teson porque creían en el futuro y no se equivocaron, nos dieron lo más preciado que puede tener un hombre. Creo que los 60 es donde empieza está Nación a retroceder, lo habitual es echar culpas, empezando por gobernantes. Lo real es que hubo movimientos generacionales que nos decían que la sociedad cada día estaba peor. Y como bien señalan fueron dos décadas después dónde explotó a pesar de intentos civiles y militares por contrarrestar lo que se venía a las urbes desde el campo. Hemos pasado aciagos momentos de terror y luchas fraticidas sinembargo poco o nada sirvieron ya que esos mismos políticos y militares lo han utilizado para su propio beneficio y ya lo vemos hoy
Cierto es que no hay que perder las actitud y el positivismo por los cambios que tanto nos vendieron e igual terminaron en beneficios personales o de grupos reducidos. Ya en los albores de mi vida, dudo que está Nación se encamine por el sendero correcto y pretenda cambiar las múltiples injusticias y desecantos de una sociedad que guarda sepulcral silencio justificando las anomalías que vemos día a día.
Somos una sociedad tercer mundista mostrándole al mundo no solo como deben llenar sus estómagos sino también lo que no debe hacerse en términos políticos.
Gracias Gustavo por compartir tu experiencia con nosotros. Son momentos dificiles los que vivimos y es facil caer en la apatía, pero debemos seguir buscando la mejora de nuestro país a pesar de las circunstancias.