La desaparición de los caballeros


Un conde ruso nos recuerda la importancia de no buscar tener la razón


Alejandro Neyra es escritor y diplomático peruano. Ha sido director de la Biblioteca Nacional, ministro de Cultura, y ha desempeñado funciones diplomáticas ante Naciones Unidas en Ginebra y la Embajada del Perú en Chile. Es autor de los libros Peruanos Ilustres, Peruvians do it better, Peruanas Ilustres, Historia (o)culta del Perú, Biblioteca Peruana, Peruanos de ficción, Traiciones Peruanas, entre otros. Ha ganado el Premio Copé de Novela 2019 con Mi monstruo sagrado y es autor de la celebrada y premiada saga de novelas CIA Perú.


Un caballero en Moscú, la impecable novela de Amor Towles, se ha convertido en una serie de Paramount+ con Ewan McGregor en el rol principal del conde Alexander Rostov, el protagonista de esta historia, y esto nos da pie a recordar las alegrías y tristezas del aristócrata que parece perderlo todo, incluyendo la libertad, y que, sin embargo, termina viviendo aventuras inverosímiles en la cárcel de lujo en la que fue condenado a habitar por el resto de sus días.

Alexander Ilych Rostov, nuestro personaje, es un conde ruso que se salva de la pena de muerte aplicada por los bolcheviques a todos los enemigos del pueblo sin mayores discusiones, tras la revolución de octubre de 1917. ¿Cómo? En el juicio público en el que debe dar cuentas de su vida antes de ganarse un balazo, alguien recuerda que el aristócrata había escrito un poemario revolucionario muchos años atrás, lo que causa impresión entre los miembros del jurado y termina salvándole la vida. Sin embargo, Rostov no se puede salvar de una condena, pues, después de todo, su crimen —su origen nobiliario, su pertenencia a la casta hasta hace poco dominante—  lo imposibilitaría de tener una vida normal, así que su castigo termina siendo pasar el resto de su vida no en su suite habitual, sino en un pequeño cuarto de servicio del lujoso hotel Metropole, ubicado cerca de la Plaza Roja, el Kremlin y el Teatro Bolshoi, en el centro mismo de Moscú.    

Pasarse la vida en un hotel de lujo no parece necesariamente un castigo para nadie, pero sí lo es para el conde Alexander, un bon vivant y sibarita acostumbrado a pasar temporadas en París, en balnearios de lujo y en sus amplias propiedades campestres, rodeado de servidumbre y comodidades. Más aún cuando el propio hotel Metropole va dejando de lado a la antigua aristocracia y va convirtiéndose poco a poco en el punto de encuentro de algunos líderes brutos y achorados de la nueva nación en construcción: la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. 

Con el correr de los años, el conde Rostov va viviendo la transformación de su antigua patria y acostumbrándose a trabajar como mesero para sobrevivir. Víctima de acoso laboral, testigo de reuniones del Politburó, amante ocasional de una hermosa actriz del cine mudo y, sobre todo, amigo de un par de niñas que le van mostrando un mundo fantástico que existe en las entrañas del propio hotel, las aventuras del conde Rostov no cesan y, en lugar de desanimarlo, parecen ir recargándolo de energía, dándole la esperanza de poder ver aun un mundo libre.

Lo maravilloso de esta novela es que Rostov, un hombre de y con clase, cuyas peripecias van acompañadas de los curiosos apuntes mentales de un noble encerrado en un hotel-caleidoscopio de una nueva sociedad, al mismo tiempo es testigo de excepción del gran cambio que vive el antiguo imperio del cual formó parte y que se convierte en un espacio opresivo, autoritario, en el que, aunque se multiplican las industrias, escasean los alimentos. Y es que en ese nuevo mundo de creciente opacidad, curiosamente el único espacio de libertad que parece existir está entre las habitaciones del Metropole.  

Alexander Ilych Rostov descubre así, poco a poco, que la felicidad no está exactamente en la búsqueda del tiempo perdido, en el recuerdo del sabor de las manzanas del campo familiar en Nizhni Novgorod o de la imagen de su querida hermana fallecida años atrás, sino en la relación amable que tiene con los otros trabajadores del hotel, pero sobre todo en las  travesuras de aquellas niñas que se hacen sus amigas y que con su gracia y talento musical le dan la esperanza de que, incluso en medio de la grisura que imponen Lenin, Stalin o Kruschev, hay espacio para el arte sanador y salvador del mundo.

Lo otro que nos trae esta novela es una lamentable sensación de que el mundo de los caballeros ha desaparecido. No nos referimos, por supuesto, a los privilegios de la nobleza, sino a esa extraña costumbre que cultiva Rostov —seguramente no tan común entre los de su clase, tampoco soy tan idealista— de ser amable, cortés, cuidadoso, gentil, humilde, incluso cuando se tiene razón o se está en una mejor posición. Algo que parece haber desaparecido en el mundo hodierno, donde se echan de menos la prudencia y la amabilidad, sobre todo en las discusiones políticas. Un tiempo en el que se vivía algo así como lo que decía Borges: «Uno debe tratar de no tener razón en las discusiones; es una descortesía y una crueldad, además, tener razón”.

Por eso y muchas cosas más, vale la pena leer esta novela —o, al menos, ver la serie—, y recordar que la caballerosidad puede obligarnos a sufrir algunas condenas, desprecio, e incluso castigos, pero sin duda al mismo tiempo puede hacernos mejores personas, con la sensación de estar en paz con el mundo que nos rodea, algo importante para recordar en estas fechas tan especiales.


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2 comentarios

  1. Adolfo Barrera

    Excelente artículo reflexivo y justo esperanzador , la frase de Borges añade la cereza al pastel. ¿Porqué no tenemos gente como Ud. Sr. Neyra en el Ministerio de Cultura?

  2. Maricarmen Panizzo

    Hace años,en una entrevista al tutor de los príncipes en Inglaterra, a propósito de uno de los jubileos de la reina Isabel II, le preguntaron a este amable señor cuál era la diferencia entre la educación que recibían los jóvenes de la nobleza, de los otros. Lo pensó un momento y dijo algo que me movilizó: Los jóvenes nobles reciben exactamente la misma educación que los demás, pero hay una competencia en la que son entrenados desde pequeños, y es escuchar a las otras personas demás tal manera que la otra persona sienta que lo que está diciendo es importante para ellos, que tienen su absoluta y total atención en ese momento, y que lo que dicen, les importa.
    Ha sido una de las mejores lecciones que he recibido. He tratado de educar a mi hijo como un príncipe, y estoy feliz de los resultados.
    Y claro, más que caballerosidad sea educación o interés en el otro/ la otra. Las mujeres también podemos hacerlo. Gracias por el artículo.

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