No escribo sobre política esta semana simplemente porque hay cosas más importantes.
A las 12:16 del lunes de la semana pasada recibí una llamada de mi madre. Había hablado con ella una hora antes y pensé que sería una pregunta corriente: ¿necesitas otra caja para tu mudanza?, ¿quieres que te preste una bolsa de rafia más?
Pero me habló con un hilito de voz.
—Carlos… me caí.
Siempre supe que tendría que lidiar con estas cosas, pero no pensé que sería tan pronto.
—El piso está lleno de sangre.
—Mamá, ¿qué te has golpeado?
—La cabeza.
*
Uno de mis primeros recuerdos es de mi madre hablándome de la muerte. Hablándome de la suya, en realidad. Preparándome. Si me muero, decía, te vas a vivir con tus tíos, Martha te puede cuidar, Víctor te puede cuidar, Jessica te puede cuidar. Por motivos laborales, mi madre debía viajar a Chile cada mes pese a que le aterraba volar, morir de golpe, caer del cielo. La idea de morir en un vuelo y dejar a su hijo de cuatro años en el aire le aterraba aun más, pero así era el trabajo. No había nada que hacer.
Su jefa, por supuesto, era ella misma.
El 29 de febrero de 1996 casi aplico lo que ella tanto me dijo, debes vivir siempre con tu hermana, no dejes que los separen, Lina los puede cuidar. Mi madre debía viajar a Tacna por la noche. Tenía las maletas listas. Se había despedido de mí por teléfono.
En la noche, en casa de mi tía Lucha, miré las noticias por costumbre. Un accidente aéreo acababa de ocurrir en Arequipa. Un avión de Faucett que venía de Lima se había estrellado contra un cerro justo antes de llegar al aeropuerto. Su siguiente destino era Tacna. La imagen transmitida en vivo era una mancha de fuego sobre un fondo negrísimo.
Tenía 10 años. No sé si lo que sentí fue ansiedad. No sé si ese día descubrí por fin el miedo a la muerte. Pero sí sé lo que pensé: ese era el avión de mi mamá.
Y en verdad lo era. Unas cinco horas antes, en su trabajo, mi mamá le dijo a mi tía Jessica que tenía un mal presentimiento. Que no se sentía bien. Que, una vez más, le daba miedo volar.
Mi tía le respondió con lógica contundente:
—Si no quieres, no viajes.
Y no viajó. Al rato fue su mejor amiga a buscarla. Iban a volar juntas. Mi madre le dijo que no iría. Su mejor amiga le dijo que no había problema. A los minutos salió para el aeropuerto. En el camino, se malogró el auto en el que iba. Tomó un taxi y llegó. En el aeropuerto no encontró pasajes para ese vuelo. Los consiguió. Corrió para no perder el avión.
Horas después, su hija llamó a mi madre para preguntarle si ese avión que se estaba incendiando en televisión era el que debían abordar juntas.
*
Viajamos dos veces a China con mi madre. La primera en octubre, la segunda en setiembre. En esos meses aún hace calor, hay sol, cielo celeste. Y la verdad, viajar a China no es muy grato. Es realmente difícil. Todo es muy distinto: la lengua, la comida, las costumbres. No sabemos mandarín. Para comer en la calle tenemos que señalar las cosas con la mano. A veces fracasamos.
Después de las seis de la tarde no tenemos mucho que hacer. Quedarme en el hotel me da ansiedad. Por eso salgo a caminar, a trabajar en un café o a saciar mi curiosidad en un centro comercial. Pero mi mamá prefiere quedarse. Es más estoica. Abre su computadora y mira noticias del Perú en YouTube. Escucha el programa de Rosa María Palacios del día anterior. Mira fragmentos de RPP. Se pone a ordenar sus papeles. Cuando regreso, la encuentro allí. Nos quedamos cada uno en su cama, cada uno haciendo sus cosas. No tenemos nada que hacer en la calle. Solo esperamos que llegue el día siguiente, a que el tiempo pase. Como en una cuarentena constante.
Este año no viajamos por razones obvias. Debimos hacerlo en octubre. Hubiésemos viajado, seguramente, el mismo día que se rompió la cabeza.
Cuando regresamos de emergencia nos quedamos en su cuarto. Tenía que observarla por 48 horas. No podía dejar que durmiera. Ella debía guardar reposo y yo debía estar a su lado. Abrí la ventana. Un rayo de sol cayó sobre la mesa.
—Parece China —le dije.
Se rio. ¿Porque estamos aquí encerrados sin nada que hacer?, me preguntó.
Sí, le dije. También asocio China con octubre, con este rayito de sol sobre la mesa.
En estas horas de observación solo nos queda esperar que el tiempo pase.
*
Esta semana he visto a mi madre más que en toda la cuarentena. No quedaba otra. Postergué un vuelo para estar con ella hasta que le quitaran los puntos. Ya está fuera de peligro, y yo puedo volver a guardar distancia.
No he tocado un tema político hoy. Ni siquiera se me ocurrió. En todo caso, tengo una lectura personal: seguro recordaré que, el domingo que Chile aprobó tener una nueva Constitución, mi madre me llamó mientras veía los resultados a decirme que no me preocupe, que se iba a cuidar y que me iba a extrañar. Hacía tiempo no pasábamos tanto tiempo juntos. Ahora quien siempre viaja soy yo.
Cuando colgaba se me quebró un poquito la voz.
Hice bien en llevar tu taller estimado Carlos. Este pasaje en la vida de tu mamá y tuyo, te hace más cercano.
Cuidé a mis dos viejitos hasta que cada uno partió. Fue un tiempo en el que solo importaba estar con ellos y sus vicisitudes. , Escuchar a mis padres en la sabiduría del poco hablar para decir mucho, me hizo valorar el silencio. Gracias!
Hola Dina, sabes si dicta talleres aún y si es que dictó como se llamaba? Gracias
Hola, espero que tu mamá esté bien.