¿A qué responde nuestro interés por ciertos idiomas y esa absurda indiferencia por otros?
Sé reconocer algunas de las motivaciones que me llevaron a intentar aprender italiano. En principio: el sueño bucólico de migrar a un pueblo pequeño de aquel país del que casi no sabía nada. Por debajo, también: la culpa por no haber aprovechado nunca la segunda nacionalidad que mi familia tramitó por mí hace más de dos décadas. Y una culpa más vieja: los seis años de francés que cursé en el colegio y que no me dejaron más que una sola frase: je m’appelle Giacomo. Naturalmente, no hablar otra cosa que castellano y un poco de inglés se me hacía ridículo después de tanta oportunidad y privilegio.
Cuando el encierro de la cuarentena hizo florecer cierto deseo de dejar Lima, me dije: tengo que aprender italiano y, apenas esto acabe, irme al fin para Italia.
El caso es que descargué Duolingo.
Era el aplicativo digital para aprender idiomas más usado del mundo y además ofrecía un paquete gratuito bastante suculento en apariencia. Concluí que sería el mejor primer paso para cumplir mi sueño y sacudirme las culpas. Según sus promesas, después de atravesar cientos de clases y decenas de niveles, todos diseñados al estilo de un videojuego adictivo, me convertiría en un hablante fluido de italiano.
Hace algunas semanas, tras cuatro años de esfuerzo continuo y obsesivo, al fin completé el curso. Y creo que no será sorpresa para nadie enterarse de que todavía no puedo hablar italiano. Casi no sé cómo conjugar ningún verbo, mi vocabulario es risiblemente limitado y cada vez que alguien me pide pruebas de lo que he aprendido repito la única frase que domino a la perfección: il mio nome è Giacomo.
Existen formas más efectivas de aprender italiano, lo tengo claro –incluso, mejores aplicativos que Duolingo–, pero, después de tanto tiempo de intentarlo con ese curso virtual, me hallo resignado a que, si algún día llego a aprender un idioma nuevo, lo haré in situ, en Italia o en cualquier otro país donde el castellano y el inglés no sean armas suficientes. La sabiduría popular dice que es la única manera de no fallar. Acorralado por las circunstancias, a uno no le quedará otra que lanzarse a hablar como sea que pueda –y rápido– el idioma del lugar en el que vive.
Lo pienso y de inmediato me vienen a la mente aquellos extranjeros que veo a diario aquí en Urubamba, la ciudad que ahora me acoge, manejándose apenas con algunas palabras de castellano. El turismo implacable y la creciente gentrificación han dado como resultado un ecosistema que les permite vincularse en inglés la mayor parte del tiempo. Una situación cómoda para ellos y ya naturalizada por las personas locales que a mí, muchas veces, me genera visceral irritación. Una irritación que además se hincha de autocrítica cuando reparo en que yo también soy prácticamente un extranjero que nunca se interesó por estudiar quechua, el idioma de los mercados, de los micros, de las bodegas y de buena porción de los rincones donde los limeños aún no nos hemos acumulado tanto.
Si lo pienso más, me encuentro con una ironía muy amarga: la de haber estado jugando a aprender italiano —un idioma lejano, europeo y blanco— durante toda mi estadía en esta ciudad, preparándome para un futuro que hasta ahora no llega—también, uno lejano, europeo y blanco—, sin jamás haberme preparado para vivir el presente del lugar que habito.
La sabiduría popular dice que es más fácil aprender un idioma allí donde lo hablan, acorralado por las circunstancias. Pero en este valle —y en este país— hace mucho que ocurrió una perversa y violenta reconfiguración de aquella lógica: aquí, el castellano, que llegó del extranjero, se instaló como la circunstancia acorraladora. Y todos los que ya hablaban otro idioma —el idioma del lugar— tuvieron que someterse a lo que venía de fuera.
Quizás suene a que hablo de algo que pasó quinientos años atrás, pero el consuelo flaquea cuando compruebo que en este tiempo presente, con el inglés, comienza a pasar lo mismo.
Mientras tanto, en Duolingo, la visión de la empresa ha considerado urgente la creación de cursos sobre ciertos idiomas insólitos: el klingon —la lengua de Star Trek— y el alto valyrio y el dothraki —las lenguas de algunas tribus de Game of Thrones—.
El quechua, otra vez, no está siquiera en los planes.
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Parece que los idiomas no son ni serán tu fuerte, demostrado está. Aunque no flaquees luego de seguir el curso, pues solo se complementa con una estadía en Italia.
El quechua ya lo debes practicar porque en Cusco muchos lo hablan.
Tu jugo tiene un ingrediente de fustración muy claro aunque con ánimo optimista.
¿A ti cómo te va con Duolingo?