¿Por qué los centennials cantan la música de sus padres, mientras que la generación X se habría avergonzado?
Hace un puñado de semanas mi editor literario, un integrante de esta plataforma y yo dimos por terminada una cena especialmente rociada y nos internamos en las calles de Miraflores en busca de una última parada. Como el día siguiente era laborable, solo nos topamos con puertas cerradas, y ya nos habíamos resignado a caminar hacia nuestras almohadas cuando, de pronto, vimos emerger del suelo pavimentado de un estacionamiento cerca de la bajada Balta a unos jóvenes alegres. ¿Sería una ilusión óptica? Más parecía el portal a una dimensión alterna y, cuando nos acercamos perplejos, comprobamos que en efecto lo era: una estrecha escalera nos sumergió en un sotano donde la música reventaba. En aquel enterrado cofre de cemento encontramos una barra con neones, mesas altas con cervezas rebosantes, butacones escarlatas, mesas de billar de paño rojo, y varias chicas y chicos que debían tener la mitad de nuestros años. La sorpresa de encontrar aquel tesoro bajo la alfombra urbana solo fue superada, en mi caso, al constatar que los parlantes retumbaban con Persiana Americana de Soda Stereo y que esos niños la cantaban con efusión. (Acabo de revisar un video que grabé con mi teléfono para cerciorarme de ello al día siguiente, y compruebo que una chica canta y hace arabescos con la mano ante mi cámara como si estuviera en un video musical).
Cuando mi generación cantaba aquella canción en 1986, todos esos chicos existían parcialmente como óvulos almacenados en chicas de nuestra edad, de ahí mi sorpresa al verlos cantar con tanto ímpetu. Pero las semanas pasaron, y ya casi me había olvidado de esa anécdota, hasta que Christina Rosenvinge pasó por Lima para ofrecer un concierto que conmemoraba las tres décadas de su primer disco. Mi novia y yo fuimos para hacer de la nostalgia una celebración y, como era de esperar, encontramos a gente de nuestra edad. Sin embargo, nos impresionó notar que quienes más emocionadamente coreaban las canciones eran muchachas y muchachos veinteañeros y, a lo sumo, treintañeros.
Si hago cálculos basados en las dos noches que he descrito y en los gustos de mis padres, el equivalente sería que yo me hubiera puesto a cantar con fervor en la década de 1980 el repertorio de Los Panchos. ¿Por qué mi generación se hubiera avergonzado de hacer algo así, y la actual lo asume como parte de su identidad?
Hace un tiempo compartí en esta columna que, en promedio y según un estudio, las canciones que los varones escuchan a los 14 años y que las mujeres escuchan a los 13 los acompañarán marcadamente a lo largo de su vida: de cierta forma, es imposible que la banda sonora de las hormonas al descubrir el mundo no deje huella. No obstante, es innegable que hay experiencias —también indelebles— que anteceden a la adolescencia debido a la influencia de los padres. Hace pocos años, la plataforma musical Deezer dio a conocer una encuesta realizada a 10.000 padres de familia con hijos menores en Brasil, Alemania, Francia, Reino Unido y Estados Unidos, y el 73 % de ellos expresó que sus hijos reaccionaban a su música favorita de una forma positiva, principalmente cuando tenían entre los 8 y 10 años. Y casi el mismo porcentaje de los encuestados aceptó que eran ellos mismos quienes buscaban influenciar en los gustos de sus hijos.
Cuando comparo mi niñez y la de mis hijas, saltan a la vista varias diferencias.
La primera, es que en el entorno analógico y de poca difusión tecnológica en que me crié, la música no estaba en todas partes como lo está hoy. Las canciones de la adolescencia de los padres de mi generación se escuchaban cuando a ellos se les ocurría encender en casa el tocadiscos —si lo había— o la radio en el auto. No existían tantos automóviles como hoy, y quienes los tenían no pasaban tanto tiempo encerrados en ellos a causa del tráfico o de los compromisos. Por otro lado, nuestros padres —o al menos, los míos— no parecían estar particularmente interesados en tener un intercambio de experiencias constante con sus hijos pequeños. Criado bajo otro formato de crianza, a mi padre nunca le nació contarme espontáneamente qué canción bailó por primera vez, o qué sonaba en la radio cuando conoció a mi madre. Finalmente, a la música que escuchaban mis padres en su juventud le faltó un vehículo clave de transmisión que mi generación sí vio explotar y masificarse: el videoclip. Mis hijas, al contrario de lo ocurrido en el puente entre sus abuelos y sus padres, sí pasaron horas en autos que tenían tocacasetes y bandejas de CD en los que se podía programar la música familiar, vivieron en una época en la que sus padres estaban más abiertos a compartir sus experiencias aderezadas con canciones, vieron películas en el cine que contenían a muchas de esas composiciones y, cuando las redes sociales aparecieron, se llenaron de imágenes relacionadas con esa música.
No me extraña, entonces, que mis hijas no canten a Los Panchos o a Bill Haley con fervor, pero que sí canten a ABBA, a Cindy Lauper, a Charly García y a otros artistas que me acompañaron a mí y a su madre: las posesiones materiales se heredan de acuerdo al Código Civil, pero las emociones se heredan de acuerdo a un relato común compartido.
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Yo creo que nuestra generación si recuerda, por eso el éxito de películas como Locos de amor, con canciones viejitas. Esos recuerdos se expresan a voz en cuello en los Karaokes, con cortavenas de Camilo Sesto, Daniela Romo o Ángela Carrasco.
Claro que recordamos y las cantamos, ¿pero lo hacías a los 15 años en las fiestas a las que ibas?