Diego y Jaime 


Lecciones que me llevo de un par de contemporáneos 


En las últimas semanas he pensado en Diego Bertie a menudo.

Quizá se deba a que un día, hace no mucho, empecé a seguir al actor y músico en Instagram y luego el algoritmo hizo lo suyo. Es inquietante que oprimir un botón pueda prefigurar el tipo de pensamientos que tendrás más adelante, pero sé, sin embargo, que esta es una explicación insuficiente: el algoritmo solo ha magnificado un interés que viene de la era analógica. 

Diego y yo tenemos la misma edad. Lo conocí a los veintidós años, cuando por entonces escribí un anuncio que él iba a protagonizar. Es decir, cuando la banda de Diego ya había aparecido en nuestras radios y programas de videoclips con un par de temas. Esto es, cuando ya se perfilaba como una promesa de actor guapo y carismático. En otras palabras, antes de que Jaime Bayly impactara el mundillo de las letras hispanoamericanas con su novela No se lo digas a nadie.

A los jóvenes que no vivieron la tempestad mediática en aquel Perú aún más provinciano, debo contarles que Jaime Bayly, en su novela debut, echó mano de sus propias experiencias y que construyó personajes que en este país se asociaron mucho con personas reales. Uno de los relacionados fue Diego Bertie, cuyo personaje en la novela tiene una relación romántica y fallida con el alter ego del autor. Con el tiempo, Diego logró salir airoso del vendaval, tuvo luego una celebrada carrera actoral; compuso e interpretó una canción optimista que suelo canturrear cuando sale el sol en Lima y, cosas de la vida, tuvo una linda niña que fue amiga de mi hija menor en el colegio.

Jaime Bayly es algo mayor que yo, y la primera vez que lo vi fue en una discoteca penumbrosa. Aún no había escrito la primera de sus novelas, pero tenía ya el aura de jovenzuelo maldito que se había atrevido a cuestionarle la cordura a un inminente y todopoderoso presidente en cadena nacional y ya descollaba como un entrevistador agudísimo y socarrón. Años después nos frecuentamos durante un corto periodo con cierta cordialidad, y si de algo me arrepiento como alguien que también ha escrito ficción, es de no haberle admitido mi admiración por su oído para los diálogos, ni por sus cojones para escribir una novela que fue un puñetazo en una mesa repleta de cirios y estampitas. 

Sé que desde un punto de vista funcional, escribo esto porque la semana pasada Diego Bertie fue tendencia en mi país porque admitió en el reportaje de un programa muy sintonizado, recién a los 54 años, que sí tuvo un romance fallido con Jaime Bayly. Lo que a Bayly le tomó algún tiempo confesar a través de un velo literario, a Bertie le tomó más de media vida sin esconderse tras un personaje. Por ello, quizá la verdadera razón por la que estoy escribiendo estas líneas tenga que ver con una pregunta que me interpela como escritor: ¿hizo bien Bayly al sacar del armario a alguien que no estaba listo, aunque fuera tras el rótulo de la ficción? ¿Lo habría hecho yo? ¿No habría sido más saludable una mayor ambigüedad referencial en la creación de aquel personaje? ¿Estuvo esta ausencia de ambigüedad marcada por un despecho personal del autor que, tal como lo sugiere un artículo que el mismo Bayly acaba de publicar, se aviva de cuando en cuando? ¿Fue un grito desgarrado y teledirigido? ¿O fue la manera en que el escritor hizo acopio de la mayor autenticidad posible en una ópera prima? 

Hace algunos años, Alberto Fuguet me confesó que una de las pistas para saber si tenía entre manos una novela prometedora –no me lo dijo así, solo cito de memoria– era qué tan incómodas pensaba que podrían sentirse las personas relacionables con sus personajes. 

Otra que me mencionó habla de la propia vulnerabilidad: que diera mucho pudor o vergüenza ajena mostrarla, y que la sola idea de que alguien la leyera se asemejara a una invasión.

De esto se colige que un lector puede perdonarle muchas fallas a un libro, pero nunca la ausencia de autenticidad. 
Herir a otros es un miedo constante en los escritores que echan mano de sus vivencias para crear realidades alternativas. Ya que las confesiones son una constante en este artículo, reconozco que a veces he tenido que hacer una especie de control preventivo de daños cuando tengo una idea de novela o, lo que es más saludable, he incorporado a las personas que me han inspirado personajes para hacerlos participar de mis proyectos.

Cada habitante del mundo vive su realidad de manera muy específica y cada uno tiene el derecho de tener su propio ángulo y su propio tiempo para procesar lo que recoge, y me alegra intuir que si Jaime Bayly hubiera publicado su novela hoy en día, Diego Bertie habría reaccionado con la serenidad que otorgan los años vividos.

Pero he mentido, finalmente. O parcialmente. Mi reciente interés por Diego no tiene solo que ver con que lo haya conocido en algún momento de mi vida, o con que sea un escritor que se preocupa por las consecuencias de sus textos. Mi atención anida, principalmente, en haber recorrido ya un tramo de vida y haberme detenido a constatar, con nostalgia rabiosa, que la mía fue una generación de jóvenes que tenía que calzar en un molde en el que solo cabían dos opciones: o ser un hombre proveedor que no llora, ni se sensibiliza; o ser una mujer cuidadora, paciente y nutricia. A Diego Bertie y a Jaime Bayly esos cajones culturalmente impuestos les quedaron más incómodos que al resto de sus coetáneos y pagaron un precio muy alto. Hoy, cuando ambos miran las nuevas olas mientras ya son parte del mar; se llevan mi simpatía tan solo por haber imaginado durante un destello, con una almohada de testigo, el imposible sueño de ser plenos en un país de mierda que se desvive por saber dónde introduces tus genitales.

8 comentarios

  1. Francis

    Totalmente de acuerdo y eso significa que Perú sigue teniendo esa mirada provinciana, más cercana al chisme y morbo.

    • Gustavo Rodríguez

      Nos transformamos poco a poco, pero el chisme siempre quedará con nosotros.
      Gracias, Francis.

  2. Fernando Fernández Marcellini

    No es el país, somos los que habitamos en el, soy cincuenton, hoy, mi hija (11 años) comenta en la mesa sin temor a la mirada inquisidora de su madre que, en su salón dos compañeras son “pareja”. Eso, en los 80’, era pecado, no es el país, así nos formaron, hagamos lo adecuado, dejemos que nuestros nietos vivan y disfruten como lo hicieron los romanos en el imperio.

    • Gustavo Rodríguez

      Gracias, Fernando.
      A mí también me sorprendió escuchar esas conversaciones de mesa cuando mis hijas estaban en el colegio.
      Aunque quizá sus colegios sean una burbuja.
      En fin, es un indicador. al menos.

  3. Patricia

    Pienso que cada cual tiene su tiempo para declarar su orientación sexual.
    Mis nietos lo ven como algo natural, somos nosotros, los que fuimos educados con muchos temas tabú, a los que nos costó más entender que no todos somos iguales.
    Excelente artículo

  4. Sabino

    Acaso en la actualidad el país es menos provinciano????..

  5. Rodolfo

    Excelente artículo, como siempre Gustavo. Diversidad , empatía, aceptación, morbo, chisme ..el nuestro es un país que sigue siendo tan complejo y casi ni identificable..pero creo vamos avanzando a paso lento . Sueño con el día en que dejemos de ver los programas de farándula sensacionalistas y que cada uno se preocupe de sí mismo en el ámbito personal !

  6. Roberto

    Dos meses después se este artículo Diego Bertie se suicidó, será que no aguanto la presión social y familiar después de sus declaraciones?

    Gustavo me gustaría seguirte por Instagram, como te encuentro?

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