Flojos por naturaleza


No necesitamos unos Juegos Olímpicos para ponernos en marcha


¿Ya renovaste tu calzado deportivo y te registraste para la próxima marcha atlética, inspirado/a por el diploma olímpico de Kimberly García en los Juegos de París? ¿O te inscribiste en la escuela de surf más cercana para emular a nuestros destacados surfistas? ¿O, quizá, te inspiraron los cuerpazos de los gimnastas olímpicos y decidiste, al menos, inscribirte para un mes de prueba en el gimnasio más cercano?

Si no lo has hecho, no te flageles ni te atiborres de picarones por la culpa. ¡Eres como la mayoría de los humanos! Pues sí, somos flojos por naturaleza. Nuestra naturaleza evolutiva.

Los deportistas olímpicos nos entretienen y nos inspiran, pero sus musculaturas esculturales no son incentivo suficiente para empujar nuestras nalgas fuera del sofá. Admiramos su fuerza y disciplina, nos asombramos con sus historias de sacrificio y gloria, pero su belleza atlética no ofrece el aliciente requerido para motivarnos a romper nuestra inercia. Como seres biológicos, estamos programados para ser evolutivamente propensos a la pereza. La evidencia científica habla con claridad: nuestros cuerpos prefieren el reposo, es decir, el ahorro de energía. Esta es una característica evolutiva que ayudó a nuestros antepasados a sobrevivir en tiempos de escasez.

Aunque los Juegos Olímpicos de Londres de 2012, por ejemplo, se promovieron bajo el lema de “inspirar a una generación”, su incidencia real sobre el nivel de ejercicio de los británicos resultó muy limitada. Estudios posteriores demostraron que el éxito deportivo de élite no conlleva una mayor participación poblacional en el deporte. Tras la celebración de dichas Olimpiadas, solo se produjo un pequeño incremento en la proporción de adultos dispuestos a realizar actividades físicas, mientras el porcentaje de niños de cinco a diez años que practican deportes se mantuvo sin cambios. El mismo fenómeno estéril se repitió en otros países y ciudades anfitrionas. El legado de los Juegos Olímpicos de AtenasPekín o Río incluyó abultadas deudas por la infraestructura y gestión del macroevento, mientras cosechaba un impacto insignificante al obtenerse un mínimo enganche ciudadano en prácticas deportivas a largo plazo.

Si ni los atletas ni la euforia de los Juegos nos motivan a movernos, ¿qué pueden hacer los gobiernos —preocupados por las crecientes epidemias de obesidad y diabetes— para romper la inercia de sus flojas poblaciones? Como ocurre con otros desafíos conductuales, las estrategias más efectivas son aquellas que abordan la actividad física desde múltiples frentes: el acceso a una buena infraestructura, así como la educación y los programas comunitarios de actividad física, soportados por óptimas políticas públicas.

Las personas se motivan y se involucran cuando existen programas gratuitos o de bajo costo, como clases de futbol, vóley, yoga, carreras grupales o actividades promovidas por clubes deportivos locales. En estos casos, la sensación de pertenencia a un grupo y la motivación social se convierten en los factores claves para que las personas se mantengan activas. Aunque todavía existan controversias sobre el incremento real de actividad física, el rol de la escuela también es crucial, especialmente cuando combina el deporte con el juego, la educación en salud y la participación de los padres. Algunos estudios revelan asimismo el rol de nuestros lugares de trabajo en la promoción de la actividad física. Iniciativas como las pausas activas, incentivos para caminar al trabajo y competencias entre empleados se muestran efectivas a la hora de aumentar la actividad física en adultos y, de paso, aumentar la productividad. Finalmente, si facilitamos el acceso a bosques, parques, espacios verdes, pistas para correr, senderos para caminar y desplazarse en bicicleta, resultará más probable que la población se mantenga activa. Por ello, nos vendría bien invertir más en proporcionar buenos espacios públicos e infraestructura verde en todas nuestras ciudades.

Y mientras esto suceda, ¿qué podemos hacer de nuestra parte para no dejar toda la responsabilidad en manos del gobierno o el municipio? ¿Podemos entrenar cuerpo y mente para superar nuestra inclinación natural a la flojera y hacer del deporte un hábito cotidiano? Pues, aunque sea “humano” adolecer de perezoso en el sentido de conservar energía, también es profundamente humano luchar contra esa inclinación. Crear rutinas, establecer objetivos claros y abrazar actividades físicas que disfrutemos pueden ayudarnos a desarrollar hábitos automáticos y a contrarrestar esta inclinación natural hacia el descanso y la inactividad.

En el reportaje Sin sudar: ¿Cuándo, cómo y cuánto debo ejercitarme?, te explican la ciencia detrás de los buenos hábitos de ejercicio. Quizá te anime saber que, según la Organización Mundial de la Salud, bastan setenta y cinco minutos de actividad física vigorosa o ciento cincuenta minutos de actividad física moderada a la semana para estar en forma y tener músculos más fuertes. ¡Son solo diez a veinte minutos al día! También hallarás útil saber que, si bien la definición de ejercicio moderado no incluye el sexo, sí incluye caminar al trabajo, hacer jardinería, limpiar los pisos o pasar la aspiradora. Si tienes vocación secreta de amo o ama de casa, ese dato puede resultarte reconfortante.

Así que no necesitas entrar a un gimnasio ni empezar a correr maratones para mejorar tu forma física y aumentar tu longevidad. La clave consiste en mantenerte activo físicamente, ejercitando una actividad que disfrutes, que sea sostenible y que se ajuste a tu estilo de vida. Recuerda: la lucha entre quedarte en la cama y hacer un esfuerzo es parte esencial de nuestra condición humana. Y si logras vencer la propensión a la pereza, podrás comerte esos deliciosos picarones con un poco menos de culpa…


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