Al ritmo que imponen las redes, solo nos queda ser víctimas del algoritmo, o sacarle partido
En el último tiempo, una escena se repite con insólita frecuencia. Subo las escaleras hacia nuestro cuarto y en la cama encuentro a L, mi novia, llorando con los ojos puestos en el celular. Sucede tan seguido que me causa risa. Ella me mira y explica: «perritos». Después, suelta el aparato y solloza, riendo también un poco.
Otras veces soy yo el sorprendido. L sale del baño y me atrapa con el llanto atorado, deslizando el dedo sobre la pantalla para dar con el siguiente soldado regresando a casa, el siguiente reencuentro entre dos hermanos ancianos, el siguiente niño al que le regalan el cachorro por el que tanto rogó. Estoy a punto de encontrar aquello que al fin me rompa.
TikTok ha descifrado que los videos para llorar son un hit en esta casa. Y queda claro que nuestro hogar no es la única víctima. Nos pasa a L y a mí, pero también a la mayoría de amigos a los que les pregunto qué cosa les tira TikTok.
R me dice que se ha propuesto desterrar ese contenido. Apenas aparece un cachorro abandonado en su pantalla, desliza: no quiere ver el rescate. Confiesa, sin embargo, que a pesar de su determinación hay domingos en los que pierde la mañana hipnotizado por las transformaciones perrunas. El último newsletter de M da cuenta de sus dolores crónicos de espalda y de su relación con los clips en los que quiroprácticos sacan conejos de sus pacientes, quitándoles el sufrimiento para siempre. M sabe que no son más que una nueva forma de mercadotecnia, que el alivio de los pacientes es solo pasajero. Aun así, llora con ellos, identificado con esa promesa bamba.
Los videos acumulan millones de vistas y lucen hashtags que llevan a miles de otros videos con el mismo diseño: situaciones conmovedoras y brutales que parecieran dar testimonio de que los humanos somos seres absolutamente benevolentes, siempre listos para regalarles alegrías a nuestros prójimos.
Un testimonio falso, por supuesto.
Me quejo, reniego, aborrezco, y un par de días después vuelvo a lo mismo.
Cuando al fin escapo de la compulsión, regreso a mi pesimismo habitual. A la certeza de que solamente soy testigo de la perversidad del algoritmo y del provecho que le sacan algunos usuarios. Tampoco parece tan difícil. Basta con robar clips de otras cuentas de TikTok y pegarlos unos junto a otros hasta acumular un minuto de metraje lacrimógeno. También vale guionizar esas escenas e intentar hacerlas pasar por verdaderas. Para los autores de este segundo tipo de carnada, espero un infierno cruel.
Hay una parte de mí que entiende este fenómeno de la misma forma en la que entendería ciertos comportamientos adictivos. No hay ninguna generosidad en quienes se dedican a compartir este material, ni tampoco profundidad en el llanto que provocan. De un lado, manipulación. Del otro, sujetos dañados, aferrándose a la nueva droga que les permite reencontrarse con los llantos reprimidos y olvidados. No se soluciona ni se remueve nada de importancia. El alivio pasajero solo da réditos a los que mejor han aprendido a jugar al TikTok.
Mi otra parte, tal vez un poco cándida, se intenta convencer de que algo bueno tiene que salir de llorar así.
Pienso en ello y mi teléfono me lee el pensamiento. En la pantalla: el extracto de una entrevista reciente al escritor español Manuel Vicent. En ella, el tipo afirma que por las tardes le gusta escuchar jazz y llorar. Vicent, de ochenta y ocho años, ensaya distintas respuestas para aclarar lo que parece no tener explicación, hasta que consigue dar con una que resuena conmigo:
«Lloro porque veo que el mundo se acaba. Mi mundo, quiero decir. A mí el otro mundo ya no me interesa nada».
En ese aparente egoísmo del hombre que se conmueve por su propio ocaso encuentro el llanto que yo persigo. No aquel que dispara el clip corto, artificial, configurado para acumular likes. Quiero y necesito otro desborde, de origen menos preciso, vinculado a las cosas buenas que ojalá trasciendan, como una canción, y a las cosas necesariamente efímeras; una vida, por ejemplo.
De todas formas, advierto que la entrevista a Vicent ha sido cortada para que dure apenas un minuto con trece segundos. No es la canción de Duke Ellington o Miles Davis que él escucha por las tardes. Es el algoritmo, otra vez, apretando mis botones más sensibles, mostrándome lo que sabe que funcionará conmigo.
Lo tengo muy claro, pero aun así le doy me gusta y, un segundo después, frente a la sonrisa burlona de L, que ya se dio cuenta, empiezo a moquear.
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