Un episodio sobre minería comunal y las dificultades para comprender al otro y su circunstancia
Carlos Alberto Castro es antropólogo PUCP e investigador del Taller Etnológico de Cultura Política. Interesado en el mundo rural y las dinámicas del capitalismo en el sur global.
Me encuentro con un colega haciendo trabajo de campo para una investigación en la provincia de Chumbivilcas, Cusco. Llegamos al pueblo de Colquemarca, que de pueblo ya no tiene mucho. Hemos oído a las personas de la provincia hablar de cómo la mayoría de comuneros de la zona están haciendo minería artesanal, que ellos mismos la administran, que se quedan con las ganancias. La gente de Santo Tomás, la capital chumbivilcana, menciona que de esa forma las comunidades reivindican el control sobre sus territorios.
Mi compañero y yo venimos viajando por el sur andino desde hace meses, como parte de un proyecto institucional de un centro de investigación conocido en Lima. La idea es observar y escuchar desde las voces de las personas del campo cómo se ha transformado la vida rural en las últimas décadas. Al llegar a la zona, nos encontramos con que un evento ha tenido lugar durante los años de pandemia: la minería comunal. Las comunidades campesinas del sur, tras décadas de enfrentar los efectos del extractivismo, han decidido apropiarse de esta actividad y regularla por sí mismas, desde sus espacios de autogobierno, distribuyendo sus beneficios entre quienes consideraban que son los propietarios legítimos de los recursos minerales.
“Algo pasó en la pandemia”, nos repetimos en el camino. Miles de caminantes regresaron a sus comunidades, de las que habían salido tiempo atrás desplazados por la violencia y el eterno castigo de la exclusión. El campo se transforma porque su gente se transforma, porque se mueve, se desplaza, y a la vez sigue vinculada a su tierra y a los que quedan. Muchos llegaron a las urbes, a nuevas chacras y a centros de trabajo doméstico. Otros a trabajos peligrosos en localidades de paisajes transformados y casi distópicos, como la minería. Con la cuarentena, regresaron a sus comunidades. Algunos se quedaron.
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El reloj del teléfono marca el mediodía, cuando el presidente de una de las comunidades campesinas a las que llegamos —la más lejana e ignorada del distrito— me llama por teléfono para remarcar una sola frase: “la comunidad es propiedad privada”. Se encuentra en otra localidad, según nos dirá luego, trabajando en una obra. Nuestra presencia en la zona ha levantado suspicacias entre los comuneros-mineros. La comunidad se viene beneficiando de la extracción de plomo en tierras declaradas de apropiación colectiva por decisión en asamblea. Llegamos días atrás y realizamos el protocolo que la escuela de antropología enseña: nos presentamos ante las autoridades, pedimos permiso para permanecer en el territorio. Nos lo concedieron, y hasta nos dijeron que podíamos tomar fotos. Sin embargo, algo que a veces pasa inadvertido por la emoción de la novedad nos jugó en contra: confiamos demasiado en la autoridad; o, mejor dicho, en nuestra traducción —usualmente traicionera— de lo que es una autoridad.
Según las familias, la autorización para cualquier actividad relacionada a la minería la debe dar el presidente de la asociación local. Lo encontramos bebiendo fuera de su labor —como llaman las minas de socavón—, descansado entre turnos. Por un momento nos parece extraña la apertura que muestra por nuestra presencia, pero lo dejamos pasar; pensamos tal vez estamos siendo paranoicos. Caminamos el resto del día entre minas, incluso entramos a un par de socavones, impresionados por la complejidad del trabajo que se hace en su interior.
A las cinco de la mañana siguiente ya estamos listos para acompañar a los mineros a las labores. La mala noche por la fiesta de los compradores de mineral que llegan cada dos días no nos detiene. Después del desayuno se presenta uno de los mineros, un varón de manos anchas y cara de sospecha: “Ustedes no pueden venir”, nos dice. Explicamos que tenemos autorización, que el presidente-minero nos hadado permiso. El minero, junto a otros miembros de su sociedad, llamada “La Virgen de Guadalupe”, como se lee a la espalda de sus casacas, comienzan a carcajearse. Desconcertados, permanecemos en el local, los mineros se van a trabajar. Finalmente decidimos volver a la buscar al presidente.
Lo encontramos, pero nos recibe con un tono de voz muy distinto al del día anterior. Firme, nos explica que nuestra presencia ha incomodado a los demás. Al preguntar la razón, nos explica: “La comunidad tiene muchos enemigos. Siempre hemos tenido, pero ahora quieren venirse a aprovechar del mineral que tenemos”. Dice que podemos ser de esas oenegés ambientalistas que buscan frenarles su fuente de sustento; o enviados por una empresa transnacional de gran minería con intereses en la zona; o que también podemos ser agentes de alguna familia de hacendados con los que tienen litigios por los terrenos. Por último, nos dice que “por ser de la Universidad Católica”, pues, seguramente somos “de derecha” y nuestro interés es el de “apropiarnos de sus riquezas”. Al parecer, antes otros investigadores han visitado la comunidad, dejando a su paso la reputación de otro tipo de extractivismo: el académico.
Pasan las horas y la tensión crece, las miradas de los mineros comienzan a expresar cierta hostilidad. Hay que decidir: salir y perder la oportunidad de conocer más a fondo el problema en el que nos hemos metido, o seguir intentándolo. Optamos por lo segundo, pasando un poco por alto las advertencias de los responsables de la investigación en Lima. Preguntando durante la comida a las mujeres y madres de las familias —quienes se involucran solo marginalmente con la actividad minera y, por tanto, carecen de poder de decisión—, nos dicen que el presidente ha vuelto de su viaje. Inmediatamente vamos a buscarlo para presentarnos. En efecto, el presidente está en su casa, y nos dice con claridad: “Quien decide acá es la comunidad, y la comunidad somos todos”.
Claro, no hemos considerado eso que se puede leer en algunos textos teóricos, pero que nos resulta difícil identificar en la realidad: las autoridades comunales no mandan, representan el consenso. Y con una actividad tan polémica por sus efectos, pues el consenso es escaso, sobre todo respecto a quien decide sobre nuestra presencia. Luego de conversar un poco más, el presidente comunal nos dice que lo mejor es que salgamos, las sociedades mineras ya compartieron la alarma a través de su chat de WhatsApp, toda la comunidad está enterada y preocupada por nuestra presencia. Con un temor que no se termina de manifestar corporalmente, trato de contraargumentar, mencionar mi simpatía por la izquierda, mi respeto por los movimientos campesinos, mi interés en conocer las luchas por la tierra de décadas pasadas, y las nuevas luchas, hoy por el subsuelo. Nada parece funcionar.
El presidente está intentando ya encender su moto para irse, cuando, en un arranque por detenerlo, le digo: “¡Mire, señor Raúl! Nosotros también hacemos este tipo de cosas”. Saco un libro que el centro de investigación me ha dado para repartir entre las personas de la zona. Se trata de una historia mínima del Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas, con una imagen del general Velasco en la portada. La imagen provoca su atención inmediata, vuelve a apoyar su pie en la trocha y dice: “Ah, Velasco”. Después de pensar por un momento, revisando el libro, me dice: “Está interesante. Lo mejor es que vayan a la asamblea para que se presenten y que todos sepan a qué vienen”. Al fin del día, el presidente nos ha permitido quedarnos en la comunidad hasta la asamblea, donde nos presentaremos, e incluso comparte con nosotros el acta de reconocimiento de la comunidad, por WhatsApp.
Días después visitamos algunas labores más, adentrándonos hasta los cinco niveles que algunas tienen entre sus galerías del subsuelo. El temor ahora esté en los derrumbes que, se dice, ocurren cada semana con sus respectivos muertos; y en los temblores por la dinamita. La asamblea es motivo de mayores tensiones, pero esa anécdota quedará para otra oportunidad.
La minería comunal es como una alternativa para muchas familias campesinas cuyo futuro se juega entre la dependencia a cadenas de valor y suministros que, por tratarse de una actividad en el límite entre la legalidad estatal y la legitimidad local, son controlados tanto por empresas procesadoras vinculadas a los grandes capitales, como por la gobernanza criminal que acecha esta actividad en otros contextos del país.
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Un término impactará a muchos quizá: «la comunidad es propiedad privada». Si los comuneros se expresan así, tenemos que la lógica cruda del capitalismo parece implacable también en el contexto de la minería comunal. Si la actividad extractiva es «nuestra propiedad» entonces los comuneros pueden negarse a mostrarla a foráneos, casi igual que el dueño de una fábrica rechaza visitantes particulares: es «su propiedad» y nada les obliga a recibir extraños.
De ahí que el «presidente de la comunidad» sea impotente cuando los «propietarios» rechazan sin reparos la presencia del antropólogo: el «derecho de propiedad» implica el derecho de negar acceso a su zona de explotación, tal derecho resulta además mucho más fuerte que cualquier argumento de un «presidente», los mineros comunales parecen aplicar ideas de Friedman y Hayek sin necesidad de haberlos leído.
Quizá lo más notorio es cómo el antropólogo trata de mostrar solidaridad con los mineros desde una perspectiva ideológica cuando tales mineros no buscan -ni parece interesarles- dicha «solidaridad». Están ejecutando una actividad económica muy lucrativa, mucho más rentable que la agricultura o ganadería (a las que tal vez no volverán) y no quieren extraños tomando nota detallada de su negocio, parecer convencidos de que dar mucha información motivará que otros vengan a «apropiarse de sus riquezas» (frase digna de empresario en Gamarra o en la CADE).
Saben además que su explotación minera carece de permisos de la lejana autoridad estatal, y temen que un competidor «mas fuerte» y con más dinero (una transnacional, por ejemplo) entre a la zona y los desplace. Ello explicaría el firme rechazo a unos foráneos que podrían «dar el soplo» a alguien más y perjudicar su negocio. Porque sí, el tratamiento dado a esta explotación es el de un negocio tan capitalista como cualquier otro.