Siete fragmentos de un lector en deuda con Mario Vargas Llosa.
Siempre me ha costado escribir cuando estoy triste. Y ahora estoy tristísimo. La muerte de Vargas Llosa se siente cercana, como la de alguien de la familia. La memoria en duelo es fragmentaria, los recuerdos y las reflexiones del pasado regresan mientras uno llora a su muerto. Comparto con ustedes algunos de esos fragmentos.
Uno
Empiezo recordando una excentricidad de lector juvenil. Hace veinticinco años estaba en el colegio y me volví fanático de Vargas Llosa. Leía todos sus artículos, seguía sus entrevistas y, por supuesto, leía con devoción su obra gracias a la hermosa y bien surtida biblioteca de mi madre. Un día acababa de terminar de leer La fiesta del chivo, recién llegada a las librerías limeñas, y me disponía a empezar con La guerra del fin del mundo, que tenía esa hermosa primera edición de Seix Barral con la portada de Antoni Tàpies. Mientras sacaba el libro de la repisa apareció en mi mente una certeza que, por más que fuese obvia, no dejó de conmoverme: llegaría el día en que no podría leer nada nuevo de mi escritor favorito. El escritor era mortal, un día moriría y yo ya no podría esperar ningún nuevo libro para llenar ese vacío. Y entonces tomé una decisión irracional de adolescente fanatizado: devolví La guerra del fin del mundo a la repisa y prometí que solo la leería cuando Vargas Llosa ya no estuviera con nosotros.
Por veinticinco años me mantuve terco en esa decisión irracional. Hoy tengo el libro aquí al costado, en la misma edición, listo para ser leído. La pena igual es inmensa, pero tengo entre manos uno de sus libros más celebrados, del cual no he leído una sola palabra. La emoción por el viaje que me espera ayuda en algo a sobrellevar este duelo literario.
Dos
“—Cuatro — dijo el Jaguar” o “Desde la puerta de La Crónica Santiago Zavala mira la avenida Tacna, sin amor”. Usualmente la discusión sobre cuál es el mejor inicio de una historia de Vargas Llosa está entre La ciudad y los perros y Conversación en La Catedral. Ambos son memorables, pero para mí el mejor, el más conmovedor, es el inicio de El Pez en el Agua, con un capítulo que lleva el durísimo título de: “Ese señor que era mi papá”.
Mi mamá me tomó del brazo y me sacó a la calle por la puerta de servicio de la prefectura. Fuimos caminando hacia el malecón Eguiguren. Eran los últimos días de 1946 o los primeros de 1947, pues ya habíamos dado los exámenes en el Salesiano, yo había terminado el quinto de primaria y ya estaba allí el verano de Piura, de luz blanca y asfixiante calor.
—Tú ya lo sabes, por supuesto —dijo mi mamá, sin que le temblara la voz—. ¿No es cierto?
—¿Qué cosa?
—Que tu papá no estaba muerto. ¿No es cierto?
—Por supuesto. Por supuesto.
Pero no lo sabía, ni remotamente lo sospechaba, y fue como si el mundo se me paralizara de sorpresa. ¿Mi papá, vivo? ¿Y dónde había estado todo el tiempo en que yo lo creí muerto?”
Nada marcaría la obra y la vida del escritor como ese momento en el malecón piurano y el posterior encuentro y convivencia con el padre. Carlos León Moya recordaba en su programa de domingo una entrevista a Vargas Llosa del año 1972, donde le preguntaban qué parte de su vida había sido más productiva como material literario. Su respuesta: “La parte de mi vida en que fui más infeliz. Para mí, ninguna parte de mi vida en que fui feliz ha sido productiva literariamente. Las mejores cosas que me han pasado no han dejado rastro en lo que he escrito. (…) Realmente, si yo hubiera sido feliz o más feliz de chico o adolescente, no hubiera sido un escritor”. En ese inicio de El Pez en el Agua está retratado con precisión cinematográfica el origen literario de Vargas Llosa.
Tres
Mi libro favorito de Vargas Llosa es La fiesta del chivo. Me impactó profundamente cuando lo leí por primera vez: la brutalidad del relato, la intensidad del personaje principal, el clima opresivo de una dictadura narrada con precisión quirúrgica. Con el tiempo, he aprendido a apreciar también algunos de sus recursos literarios, como el uso del dato oculto y la construcción paciente de revelaciones (“¿Por qué regresa Urania Cabral a la isla que juró no volver a pisar?”). Recuerdo que el libro fue presentado en el Perú en pleno contexto de la campaña por la tercera elección del dictador Alberto Fujimori. Tenía 14 años, y fue la primera vez que entendí que la literatura podía hablarnos desde un país lejano, sobre sucesos ocurridos hace décadas, y decirnos algo urgente sobre el lugar y el tiempo en el que vivíamos.
Cuatro
Vargas Llosa fue el primer escritor que leí que se aproximaba a lo queer desde sus personajes: El papá de Zavalita en Conversación en la Catedral, la Chunga en la obra de teatro del mismo nombre, Mayta en Historia de Mayta, Paul Gauguin en El Paraíso en la otra esquina, Raquel en Al pie del Támesis. Estos personajes, cada uno a su manera, encarnan formas de disidencia sexual y de género que desafían las normas establecidas en sus respectivos contextos. Lejos de ser anecdóticos, abren fisuras en los discursos de poder, moralidad y masculinidad que atraviesan la obra del escritor. Sin adoptar una perspectiva activista —y desde un lugar de enunciación marcado por su generación y su época— el autor incorporó figuras queer o disidentes para interrogar las contradicciones de la sociedad peruana y occidental, revelando con ello los límites de la libertad individual en escenarios marcados por la represión, el conservadurismo y la hipocresía.
Cinco
Gracias a Vargas Llosa soy liberal. Liberal de verdad, no de aquellos que camuflan su conservadurismo o edulcoran su talante reaccionario bajo ese título. Vargas Llosa tenía muy presente que la libertad no es solo económica, sino también política y social. La libertad es una sola, no se puede elegir solo las partes que nos convienen o que no nos incomodan. Libre comercio, sí. También democracia plena, con balance de poderes. También matrimonio entre personas del mismo sexo. También el derecho a la muerte digna. Y, para desesperación de los que desvirtúan el término liberal, Vargas Llosa reivindicaba un concepto que ellos consideran kriptonita: la igualdad de oportunidades. Recordemos lo que el escritor dice en La llamada de la tribu: “No hay duda, en sociedades tan desiguales como las del tercer mundo los hijos de las familias más prósperas gozan de oportunidades infinitamente mayores que los de las familias pobres para tener éxito en la vida. Por eso, la “igualdad de oportunidades” es un principio profundamente liberal, aunque lo nieguen las pequeñas pandillas de economistas dogmáticos intolerantes y a menudo racistas —en el Perú abundan y son todos fujimoristas— que abusan de este título”.
Seis
El escritor y las responsabilidades políticas. Mariano Melgar fue un revolucionario de la Independencia peruana; Magda Portal, una de las fundadoras del partido político más antiguo del Perú; Ricardo Palma, director de la Biblioteca Nacional, José María Arguedas fue director del Museo Nacional de Historia, Ciro Alegría fue senador de la República, Blanca Varela fue regidora de su distrito. Mario Vargas Llosa se inserta dentro de la tradición de escritores peruanos comprometidos con la cosa pública que se compraron pleitos más allá de su labor creativa. Primero, como presidente de la comisión investigadora del caso Uchuraccay; luego, como organizador del movimiento contra la estatización de la banca peruana y, finalmente, como candidato presidencial en una de las elecciones más violentas de nuestra historia.
En Conversación en Princeton con Rubén Gallo, Vargas Llosa reflexiona: “La manera de mejorar la política es llevando a la gente decente —a la gente más preparada, a la gente más culta— a hacer política. Desgraciadamente no siempre ocurre así, porque hoy día resulta muy difícil que los grandes talentos hagan política y casi siempre se dedican a otras actividades. Para una persona honrada, la política es una actividad muy mal pagada: se gana poco y hay siempre el riesgo de juicios que pueden venir después. Hay gente honrada, muy capaz y muy preparada que prefiere no hacer política por estas razones. Pero eso es terrible para un país, porque si solamente los mediocres hacen política, los resultados serán también mediocres. Uno debe criticar el estado de la política actual, pero hacerlo con la intención de mejorarla, que es una posibilidad real”.
Viendo la crisis política actual que vive el país, ojalá que haya más escritores que honren esa tradición. Lo necesitamos con urgencia.
Siete
Por supuesto, no todo es luces. Como ocurre con toda persona, también se podría apuntar hacia las sombras del escritor, en especial a ciertas posturas políticas en los últimos años. Si no se puede tapar el sol con un dedo, tampoco las sombras. Pero dejaré que sean otros los que las recuerden y analicen. Yo no puedo (ni quiero). Además, ya tengo que ir terminando de escribir estos recuerdos. Tengo La guerra del fin del mundo esperándome aquí al lado, y yo, con toda la pena del mundo, estoy listo para emprender este último viaje.
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