El único virrey que queremos


La gran librería de Lima cumple 50 años y los celebramos como propios


No sé cómo ni cuándo ni con quién fui por primera vez a El Virrey. Dudo que haya sido expresamente con mis padres, y tampoco es que me quedara cerquísima. Pudo ser, quizá, una excursión familiar de fin de semana al Dávory o al café D’Onofrio que terminara, como alargando el paseo, frente a esa pequeña entrada vidriada en medio de la calle Dasso de San Isidro. La cosa es que un día —digamos una tarde; digamos de invierno— sucedió que entré y, lo que sí recuerdo bien, es la impresión física, corporal, de estar ahí por primera vez. No exagero si digo que fue un encuentro trascendental, que de alguna manera me marcó para siempre.

Poco más tarde, ya adolescente, me ocurría que ciertos días, sobre todo durante los meses de colegio, buscaba algo que hoy me parece una mezcla de refugio y sosiego en dos sitios: el Museo Nacional de Arqueología, Antropología e Historia y El Virrey. A Pueblo Libre iba a pasar horas frente esos dioramas ya entonces vetustos, recorrer las salas sin prisa (pocas cosas he observado por tanto tiempo como la Estela de Raimondi), imaginar cómo era la vida cotidiana de esos seres humanos o celestiales convertidos en huacos y telares. Luego paseaba un poco por el barrio, tan bonito; me tomaba una Coca Cola en el Queirolo, chapaba mi bicicleta y me regresaba a casa, sin que nadie supiera ni me preguntara dónde había estado. Quería ser historiador o arqueólogo.

A El Virrey iba con la misma devoción, casi ritualista. También ahí me sentía albergado, y también ahí me dedicaba por muchísimo tiempo a mirar lo que se exponía, esto es, libros. Miles de ellos. Libros de distintos tamaños y grosores, de tapas coloridas y duras, o monocromas y corrientes. Libros de autores cuyos nombres poco a poco me sonaban más familiares, y de otros que ni siquiera podía pronunciar. Libros seductores y libros que no me provocaban nada. Entonces ni siquiera sabía que estudiarlos podía ser una profesión. 

Repito que lo que hacía principalmente era mirarlos, leer las contras, hojearlos, olerlos, sopesarlos con las manos: todos los bibliómanos compartimos ese fetichismo, y el mío nació en ese lugar cálido, un tanto oscuro y oloroso a tabaco. Muy pocas veces tenía plata en el bolsillo, pero sentía que de alguna manera el contenido de esas cajas de papel se me metía adentro, como por ósmosis. Además, pronto descubrí que las personas que trabajan ahí no se hacían problemas porque te acomodaras en un banquito a leer cuanto quisieras, sin prisas ni miradas desconfiadas. Así, de una sentada, despaché, lo recuerdo bien, ‘La gallina degollada’, de Horacio Quiroga, en una edición de bolsillo de Aguilar de De los perseguidos, de amor, de locura y de muerte. Y si bien es cierto que antes ya me había comprado libros, ello había ocurrido en el supermercado. Ahora se trataba de otra cosa, de ascender en un rito, de sellar un pacto. A los días junté el dinero, regresé y esperé que esa señora bajita y renegona se desocupara tras el mostrador de madera para llevarle el librito. Me cobró, lo puso con un marcador en una bolsa de papel y me sonrió. Ya me había visto antes. Yo tendría unos 14 años. Cuando décadas más tarde le recordaba eso, Chachi Sanseviero me acariciaba el cachete o me expresaba su cariño tosco de cualquier manera parecida. Por supuesto, atesoro tanto el libro como su recuerdo.

Poco a poco fui ganando confianza, y comencé a reconocer a Walter, serio pero munífico, silencioso hasta el momento en que le preguntabas algo y resultaba que parecía haberlo leído todo; a Malena, siempre cálida y solícita; al resto del personal, con el que crecían los saludos y las recomendaciones, lo mismo que con otros clientes que identificabas e intercambiabas palabras, otros chiflados de los libros, algunos poetas luminosos, narradores. Pero todo templo tiene un sacerdote, y este era don Eduardo, un hombre que sí me resultaba intimidante (en realidad, y visto ahora, sin razón). Sencillamente ni me atrevía a hablarle, aun cuando pasaban los años, las visitas se convirtieron en costumbre regular, y mi perfil pasó de mirador a cliente (la mayoría de veces, esos sí, de títulos en rebaja). Algunos recordarán que durante los últimos años de la librería en Dasso la familia inauguró dos negocios afines y próximos: Ítaca, más dedicada a los títulos de superación, espiritualidad y cosas así; y la primera versión de Sur, anticuaria. El viejo Eduardo parecía disfrutar más de estar ahí, un lugar que sí tenía un ambiente sagrado por los tesoros que acogía con mucho cuidado. Pero yo, que sentía que había pagado el piso suficiente, también incluía una escala por ahí. Y ocurrió una tarde lo más inesperado que podía suceder: ese señor barbudo y miope de quien se contaban algunas leyendas de un pasado político turbulento, me invitó a sentarme a jugar una partida de ajedrez, supongo que ante la falta de un mejor oponente.

Por supuesto, me fulminó, pero nos quedamos un buen rato conversando. Fue otra experiencia inolvidable.

Con el tiempo don Eduardo murió, algunos miembros del clan tomaron rumbos distintos (lo que originó, por ejemplo, la bellísima librería Sur), el local de Miguel Dasso tuvo que dejarse. Entonces Chachi y su hijo Paco, el entrañable Paquito, se embarcaron en la aventura de abrir ese espacio precioso que acoge hoy la librería en Miraflores. Una casona con la mismísima esencia, más gatos y algún monstruo que no asusta.

He conocido muchas librerías en distintos lugares. Algunas más grandes y más surtidas. Pero ninguna como El Virrey. Ninguna en la que me sienta tan en casa. Ahí he tenido, además, la suerte de presentar la revista que dirigía y los dos libros que he publicado. No podría ser de otra manera. 

En los próximos meses ambos cumpliremos 50 años, lo que es para mí, casi literalmente, una existencia juntos. El martes 23 serán ya cinco de la muerte de Brunilda, la queridísima Chachi, y como no podía ser de otro modo, celebraremos su vida. Su generosa, temperamental, intensa vida.

Este es el único virrey al que le lanzamos vivas. Porque es una casa de resistencia, de bibliodiversidad, de independencia, de diálogo. Y, sobre todas las cosas, de nuestros amados libros.


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1 comentario

  1. Ladislao Vergaray

    El virrey tambièn visite en mis años mozos de estudiante universitario, el articulo que hace referencia a doña Chachi, me recuerda a una persona muy intelectual que mi hermano Eloy me presentò

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