¡Zona privada! ¿Quieres que te lo grabe?


Lo que nos queda a los ciudadanos ante la discriminación y la privatización de espacios públicos


Jorge Valenzuela es sociólogo por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Magister en Estudios Latinoamericanos con especialización en Ecología Política del Desarrollo por la Universidad de Indiana. Doctor en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de Tulane. Ha sido director de la Escuela de Ciencia Política de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya, consultor para el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. Actualmente trabaja en la Dirección de Supervisión de la Superintendencia Nacional de Educación Superior Universitaria. Es docente del Departamento de Ciencias Sociales y Políticas de la Universidad del Pacífico.


El pasado 11 de mayo, un grupo de deportistas acuáticos peruanos hicieron de conocimiento público un hecho que indignó a muchos compatriotas con justa razón. Las escenas difundidas a través de una cuenta de TikTok evidenciaban cómo el personal del Club Regatas Lima le solicitaba con megáfonos y sirenas a José Barrios, un practicante de stand up paddle,  que se retire del mar por ser una zona privada de acceso exclusivo para miembros del club. Por su lado, el deportista —admirablemente calmado— trataba de explicarle al personal de seguridad —entre quienes estaba el gerente de seguridad del club— que el mar es de todos los peruanos y que ninguna persona podía impedir su acceso y uso. Ante este reclamo, el gerente de seguridad solo atinó a pedirle al deportista que “leyera el letrero, porque ahí está la resolución”. 

Al día siguiente, luego de viralizarse la información en redes sociales, algunos medios televisivos como ATV decidieron hacer un reporte de los hechos y accedieron a esa misma porción del mar de la que habían sido desalojados los deportistas el día anterior. Sorpresivamente, la reportera y los deportistas que la acompañaban fueron invitados nuevamente a retirarse, lo cual no hizo más que exacerbar la indignación de aquellos que seguían la noticia. Ese mismo día, presionada por el escándalo mediático, la directiva del club emitió un comunicado pidiendo disculpas por lo ocurrido, argumentando que la “confusión” se debió a que el personal de seguridad no habría tenido claridad sobre las fechas en que la Capitanía habría autorizado la realización de una competencia deportiva en esa área.

Analizando la situación, es poco creíble que el personal de seguridad del club —y mucho menos su gerente de seguridad— haya malinterpretado el contenido de dicho permiso, ya que en el momento del incidente claramente no se estaba realizando ninguna competencia deportiva. Es más, podría argumentarse que el mentado permiso de la Capitanía no tenía ninguna relación con esta conducta del personal de seguridad, dado que, de haber sido así, hubiera sido lógico —y mucho más civilizado—que se le explicara al deportista que denunció el hecho sobre el motivo del desalojo. Naturalmente, cuando no existe una explicación razonable es imposible darla. Por el contrario, la reacción del personal del club invita a pensar que se trata de una política sistemática de una organización cuyos miembros buscan que sus espacios de ocio se aíslen lo más posible del resto de “personas ajenas a la membresía”. Ciertamente, cualquier grupo de personas está en todo su derecho de escoger sus amistades y con quién socializar por los motivos que sean —precisamente en eso consiste un club—, pero esto solo es aceptable en espacios privados, nunca a costa de despojar a otros ciudadanos del acceso a un espacio público como el mar. Asimismo, llama mucho la atención la forma en cómo se instrumentaliza tanto la autoridad del Estado —en este caso, a la Marina de Guerra del Perú— como al personal de seguridad para mantener a otras personas fuera de este espacio público, usando carteles, sirenas y altavoces para desanimar a cualquiera que se atreva a acercarse demasiado; con el agravante de mantener una actitud prepotente y sin brindar explicaciones. Nuevamente, cuando no existen motivos razonables para persuadir a las personas, solo queda la fuerza.   

Más allá de este vergonzoso episodio, todo ello nos lleva a pensar cuán normalizadas están estas conductas discriminatorias entre las clases altas en el Perú, presuntamente mejor educadas. No hay que buscar mucho para encontrar condominios en playas supuestamente privadas, con tranqueras debidamente provistas de personal de vigilancia. Este personal suele estar bien entrenado, por supuesto, para no dejar pasar a ninguna persona que no sea residente de la playa, a la cual es probable que este mismo personal de vigilancia —así como el de limpieza y las trabajadoras del hogar del condominio— estén impedidos de acudir. Además, este personal debe estar dispuesto a asumir toda responsabilidad relacionada con el cumplimiento de las órdenes que le fueron dadas por sus empleadores (los residentes o miembros del club). Todo ello, muchas veces, con el beneplácito de las autoridades quienes, lejos de prevenir estas situaciones, se vuelven cómplices. Clasismo puro y duro.Espero que la penosa noticia de hace unos días invite a los peruanos a la reflexión para no convertirnos en víctimas o testigos silenciosos de este tipo de atropellos, sino que, por el contrario, como José Barrios, armados con nuestras cámaras y haciendo uso de medios digitales al alcance de todos, denunciemos este tipo de faltas y ayudemos a construir una noción de uso compartido del espacio público: sin clases sociales, sin membresías y sin discriminación.    


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